Los ojos de Jack tienen un destello azul muy oscuro, y sonríe con aire
despectivo mientras mira con lascivia mi cuerpo de arriba abajo.
El miedo me deja sin respiración. ¿Qué es esto? ¿Qué quiere? De algún
lugar del interior de mi mente y a pesar de mi sequedad de boca, surge la decisión y el
valor para forzarme a decir algunas palabras entre dientes, con el mantra de mi clase
de autodefensa, «Haz que sigan hablando», girando en mi cerebro como un centinela
etéreo.
—Jack, no creo que ahora sea buen momento para esto. Tu taxi llegará
dentro de diez minutos, y tengo que darte todos tus documentos.
Mi voz, tranquila pero ronca, me delata.
Él sonríe, y cuando finalmente esa sonrisa alcanza a sus ojos, tiene un aire
despótico de «me trae totalmente al pairo». Su mirada brilla bajo la cruda luz del tubo
fluorescente sobre nuestras cabezas en este cuarto gris y sin ventanas. Da un paso hacia
mí, sin apartar sus ojos refulgentes de los míos. Le miro, y veo sus pupilas dilatadas, el
negro eclipsando al azul. Oh, Dios. Mi miedo se intensifica.
—¿Sabes?, tuve que pelearme con Elizabeth para darte este trabajo…
Se le quiebra la voz y se acerca un paso más, y yo retrocedo hasta los
desvencijados armarios de la pared. Haz que sigan hablando, que sigan hablando, que
sigan hablando.
—¿Qué problema tienes exactamente, Jack? Si quieres exponer tus quejas,
quizá deberíamos decir a recursos humanos que estén presentes. Podemos hablarlo con
Elizabeth en un entorno más formal.
¿Dónde está el personal de seguridad? ¿Siguen en el edificio?
—No necesitamos a recursos humanos para gestionar esta situación, Ana —
dice desdeñoso—. Cuando te contraté, creí que trabajarías duro. Creía que tenías
potencial. Pero ahora… no sé. Te has vuelto distraída y descuidada. Y me pregunté…
si no sería tu novio el que te estaba llevando por el mal camino.
Pronuncia «novio» con un desprecio espeluznante.
—Decidí revisar tu cuenta de correo electrónico, para ver si podía
encontrar alguna pista. ¿Y sabes qué encontré, Ana? ¿Sabes lo que no cuadraba? Los
únicos e-mails personales de tu cuenta eran para el egocéntrico de tu novio. —Se para
y evalúa mi reacción—. Y me puse a pensar… ¿dónde están los e-mails que le envía
él? No hay ninguno. Nada. Cero. Dime, ¿qué está pasando, Ana? ¿Cómo puede ser que
los e-mails que te envía él no aparezcan en nuestro sistema? ¿Eres una especie de espía
empresarial que ha colocado aquí la organización de Grey? ¿Es eso?
Dios, los e-mails. Oh, no. ¿Qué he puesto en ellos?
—Jack, ¿de qué estás hablando?
Trato de parecer desconcertada, y resulto bastante convincente. Esta
conversación no va por donde esperaba y no me fío lo más mínimo de él. Alguna
feromona subliminal que exuda del cuerpo de Jack me mantiene en máxima alerta. Este
hombre está enfadado, es voluble y totalmente impredecible. Intento razonar con él.
—Acabas de decir que tuviste que convencer a Elizabeth para contratarme.
¿Cómo pueden haberme introducido aquí para espiar? Aclárate, Jack.
—Pero Grey se cargó lo del viaje a Nueva York, ¿no?
Oh, no.
—¿Cómo lo consiguió, Ana? ¿Qué hizo tu poderoso novio formado en las
más prestigiosas universidades?
La poca sangre que me quedaba en las venas desaparece, y creo que voy a
desmayarme.
—No sé de qué estás hablando, Jack —susurro—. Tu taxi está a punto de
llegar. ¿Te traigo tus cosas?
Oh, por favor, deja que me vaya. Acaba ya con esto.
Jack disfruta viéndome en esa situación tan incómoda y agobiante, y
continúa:
—¿Y él cree que intentaré propasarme contigo? —Sonríe y se le enardece
la mirada—. Bueno, quiero que pienses en una cosa mientras estoy en Nueva York. Yo
te di este trabajo y espero cierta gratitud por tu parte. En realidad, tengo derecho. Tuve
que pelear para conseguirte. Elizabeth quería a alguien más cualificado, pero… yo vi
algo en ti. De manera que hemos de hacer un pacto. Un pacto que me deje satisfecho.
¿Entiendes lo que te estoy diciendo, Ana?
¡Dios!
—Considéralo, si lo prefieres, como una nueva definición de tu trabajo. Y,
si me satisfaces, no investigaré más a fondo qué teclas ha tocado tu novio, qué
contactos ha exprimido, o qué favores se ha cobrado de algún compañero de una de
esas pijas fraternidades universitarias.
Le miro con la boca abierta. Me está haciendo chantaje… ¡a cambio de
sexo! ¿Y qué puedo decir? Aún faltan tres semanas para que la noticia de la OPA hostil
de Christian se haga pública. No doy crédito. ¡Sexo… conmigo!
Jack se acerca más hasta colocarse justo delante de mí, mirándome a los
ojos. Su colonia empalagosa y dulzona invade mis fosas nasales… es repugnante. Y, si
no me equivoco, el aliento le apesta a alcohol. Oh, no, ha estado bebiendo… ¿cuándo?
—Eres una suavona reprimida, una calientabraguetas, ¿sabes, Ana? —
murmura apretando los dientes.
¿Qué? ¿Una calientabraguetas… yo?
—Jack, no tengo ni idea de qué hablas —susurro, y siento una descarga de
adrenalina por todo mi cuerpo.
Ahora está más cerca, y espero mi momento para entrar en acción. Ray
estaría orgulloso. Él me enseñó qué hacer. Es experto en autodefensa. Si Jack me toca,
si respira siquiera demasiado cerca de mí, le derribaré. Me falta el aire. No debo
desmayarme. No debo desmayarme.
—Mírate. —Me observa con lascivia—. Estás muy excitada, lo noto. En
realidad tú me has provocado. En el fondo lo deseas, lo sé.
Madre mía. Este hombre delira. Mi miedo alcanza el nivel de ataque
inminente, y amenaza con aplastarme.
—No, Jack, yo nunca te he provocado.
—Sí, me provocaste, puta calientabraguetas. Detecto las señales.
Alarga la mano, y con el dorso de los nudillos me acaricia delicadamente la
mejilla hasta el mentón. Y luego la garganta, con el dedo índice, y yo siento el corazón
en la boca y reprimo las náuseas. Llega hasta el hueco de la base del cuello bajo el
botón desabrochado de mi blusa negra, y apoya la mano en mi pecho.
—Me deseas. Admítelo, Ana.
Sin apartar los ojos de él, y concentrada en lo que tengo que hacer —en
lugar de en mi creciente repugnancia y mi pavor—, poso una mano delicadamente
sobre la suya, como una caricia. Él sonríe triunfante. Entonces le agarro el dedo
meñique, se lo retuerzo hacia atrás y, de un tirón, lo hago bajar a la altura de su cadera.
—¡Ahhh! —grita por el dolor y la sorpresa, y, cuando trastabilla, levanto la
rodilla con fuerza hasta su ingle y consigo impactar limpiamente en mi objetivo.
Cuando dobla las rodillas y se derrumba con un quejido sobre el suelo de
la cocina con las manos entre las piernas, me aparto ágilmente hacia la izquierda.
—No vuelvas a tocarme nunca —le advierto con un gruñido gutural—. Y
tienes la hoja de ruta y los folletos encima de mi mesa. Ahora me voy a casa. Buen
viaje. Y en adelante, hazte tú el maldito café.
—¡Jodida puta! —me grita casi gimoteante, pero yo ya he salido por la
puerta.
Vuelvo a mi mesa corriendo, cojo la chaqueta y el bolso, y salgo disparada
hacia recepción sin hacer caso de los gemidos y las maldiciones que profiere el
cabrón, aún tirado en el suelo de la cocina. Salgo a la calle y me paro un momento al
sentir el aire fresco dándome en la cara. Inspiro profundamente y recupero la calma.
Pero, como no he comido en todo el día, cuando esa desagradable descarga de
adrenalina remite, las piernas me fallan y me desplomo en el suelo.
Con cierto distanciamiento, contemplo a cámara lenta la escena que se
desarrolla delante de mí: Christian y Taylor, con trajes oscuros y camisas blancas,
bajan de un salto del coche y corren hacia mí. Christian se arrodilla a mi lado, pero yo
apenas soy consciente de ello y solo soy capaz de pensar: Él está aquí. Mi amor está
aquí.
—¡Ana, Ana! ¿Qué sucede?
Me coloca en su regazo y me pasa las manos por los brazos para comprobar
si estoy herida. Me sostiene la cabeza entre las manos y me mira a los ojos. Los suyos,
grises y muy abiertos, están aterrorizados. Yo me abandono, embargada por una
repentina sensación de cansancio y de alivio. Oh, los brazos de Christian. No deseo
estar en ninguna otra parte.
—Ana. —Me zarandea suavemente—. ¿Qué pasa? ¿Estás enferma?
Niego con la cabeza y me doy cuenta de que necesito empezar a explicarme.
—Jack —susurro, y, más que ver, percibo una fugaz mirada de Christian a
Taylor, que desaparece rápidamente en el interior del edificio.
—¡Por Dios! —Christian me rodea con sus brazos—. ¿Qué te ha hecho ese
canalla?
Y, en mitad de toda esta locura, una risita tonta brota de mi garganta.
Recuerdo a Jack, absolutamente conmocionado, cuando le agarré del dedo.
—Más bien qué le he hecho yo a él.
Me echo a reír y no puedo parar.
—¡Ana!
Christian vuelve a zarandearme, y la risa histérica se calma.
—¿Te ha tocado?
—Solo una vez.
Christian, dominado por la rabia, comprime y tensa los músculos, y se pone
de pie con agilidad, poderoso, con la firmeza de una roca, conmigo en brazos. Está
furioso. ¡No!
—¿Dónde está ese cabrón?
Se oyen gritos ahogados dentro del edificio. Christian me deja en el suelo.
—¿Puedes sostenerte en pie?
Yo asiento.
—No entres. No, Christian.
De pronto ha vuelto el miedo, miedo de lo que Christian le hará a Jack.
—Sube al coche —me ordena a gritos.
—Christian, no —digo, sujetándole del brazo.
—Entra en el maldito coche, Ana.
Se suelta de mí.
—¡No! ¡Por favor! —le suplico—. Quédate. No me dejes sola.
Utilizo mi último recurso.
Christian, furioso, se pasa la mano por el pelo y me clava una mirada llena
de indecisión. Los gritos en el interior del edificio aumentan, y luego cesan de repente.
Oh, no. ¿Qué ha hecho Taylor?
Christian saca su BlackBerry.
—Christian, él tiene mis e-mails.
—¿Qué?
—Los e-mails que te he enviado. Quería saber dónde estaban los e-mails
que tú me has enviado a mí.
La mirada de Christian se torna asesina.
Maldita sea.
—¡Joder! —masculla, y me mira con los ojos entornados.
Marca un número en su Blackberry.
Oh, no. Me he metido en un buen lío. ¿A quién telefonea?
—Barney. Soy Grey. Necesito que accedas al servidor central de SIP y
elimines todos los e-mails que me ha enviado Anastasia Steele. Después accede a los
archivos personales de Jack Hyde para comprobar que no están almacenados allí. Si lo
están, elimínalos… Sí, todos. Ahora. Cuando esté hecho, házmelo saber.
Pulsa el botón de cortar llamada y luego marca otro número.
—Roach. Soy Grey. Hyde… le quiero fuera. Ahora. Ya. Llama a seguridad.
Haced que vacíe inmediatamente su mesa, o lo primero que haré mañana a primera
hora es liquidar esta empresa. Esos son todos los motivos que necesitas para darle la
carta de despido. ¿Entendido?
Se queda escuchando un momento y luego cuelga, aparentemente satisfecho.
—La BlackBerry… —sisea entre dientes.
—Por favor, no te enfades conmigo.
—Ahora mismo estoy muy enfadado contigo —gruñe, y vuelve a pasarse la
mano por el pelo—. Entra en el coche.
—Christian, por favor…
—Entra en el jodido coche, Anastasia. No me obligues a tener que meterte
yo personalmente —me amenaza, con los ojos centelleantes de ira.
Maldita sea.
—No hagas ninguna tontería, por favor —le suplico.
—¡Tonterías! —explota—. Te dije que usaras tu jodida BlackBerry. A mí
no me hables de tonterías. Entra en el puto coche, Anastasia… ¡Ahora! —brama, y yo
me estremezco de miedo.
Este es el Christian furioso. Nunca le he visto tan enfadado. Apenas puede
controlarse.
—Vale —musito, y se apacigua—. Pero, por favor, ve con cuidado.
Él aprieta los labios, convertidos ahora en una fina línea, y señala airado
hacia el coche, mirándome fijamente.
Vaya, vale…Ya lo he captado.
—Por favor, ve con cuidado. No quiero que te pase nada. Me moriría —
murmuro.
Él parpadea y se tranquiliza, bajando el brazo e inspirando profundamente.
—Iré con cuidado —dice, y su mirada se dulcifica.
Oh, gracias a Dios. Sus ojos refulgen mientras observa cómo me dirijo al
coche, abro la puerta del pasajero y entro. Una vez que estoy sana y salva en el Audi,
él desaparece en el interior del edificio, y yo vuelvo a sentir el corazón en la garganta.
¿Qué piensa hacer?
Me siento y espero. Y espero. Y espero. Cinco minutos eternos. El taxi de
Jack aparca delante del Audi. Diez minutos. Quince. Dios… ¿qué están haciendo ahí
dentro, y cómo estará Taylor? La espera es un martirio.
Al cabo de veinticinco minutos, Jack sale del edificio cargado con una caja
de cartón. Detrás de él aparece el guardia de seguridad. ¿Dónde estaba antes? Después
salen Christian y Taylor. Jack parece aturdido. Va directo al taxi, y yo me alegro de
que el Audi tenga los cristales ahumados y no pueda verme. El taxi arranca —no creo
que se dirija al aeropuerto—, y Christian y Taylor se acercan al coche.
Christian abre la puerta del conductor y se desliza en el asiento,
seguramente porque yo estoy delante, y Taylor se sienta detrás de mí. Ninguno de los
dos dice una palabra cuando Christian pone el coche en marcha y se incorpora al
tráfico. Yo me atrevo a mirar de reojo a Cincuenta. Tiene los labios apretados, pero
parece abstraído. Suena el teléfono del coche.
—Grey —espeta Christian.
—Señor Grey, soy Barney.
—Barney, estoy en el manos libres y hay más gente en el coche —advierte.
—Señor, ya está todo hecho. Pero tengo que hablar con usted sobre otras
cosas que he encontrado en el ordenador del señor Hyde.
—Te llamaré cuando llegue. Y gracias, Barney.
—Muy bien, señor Grey.
Barney cuelga. Su voz parecía la de alguien mucho más joven de lo que me
esperaba.
¿Qué más habrá en el ordenador de Jack?
—¿No vas a hablarme? —pregunto en voz baja.
Christian me mira, vuelve a fijar la vista en la carretera, y me doy cuenta de
que sigue enfadado.
—No —replica en tono adusto.
Oh, ya estamos… qué infantil. Me rodeo el cuerpo con los brazos, y
observo por la ventanilla con la mirada perdida. Quizá debería pedirle que me dejara
en mi apartamento; así podría «no hablarme» desde la tranquilidad del Escala y
ahorrarnos a ambos la inevitable pelea. Pero, en cuanto lo pienso, sé que no quiero
dejarle dándole vueltas al asunto. No después de lo de ayer.
Finalmente nos detenemos delante de su edificio, y Christian se apea.
Rodea el coche con su elegante soltura y me abre la puerta.
—Vamos —ordena, mientras Taylor ocupa el asiento del conductor.
Yo cojo la mano que me tiende y le sigo a través del inmenso vestíbulo
hasta el ascensor. No me suelta.
—Christian, ¿por qué estás tan enfadado conmigo? —susurro mientras
esperamos.
—Ya sabes por qué —musita. Entramos al ascensor y marca el código del
piso—. Dios, si te hubiera pasado algo, a estas horas él ya estaría muerto.
El tono de Christian me congela la sangre. Las puertas se cierran.
—Créeme, voy a arruinar su carrera profesional para que no pueda volver a
aprovecharse de ninguna jovencita nunca más, una excusa muy miserable para un
hombre de su calaña. —Menea la cabeza—. ¡Dios, Ana!
Y de pronto me sujeta y me aprisiona contra una esquina del ascensor.
Hunde una mano en mi pelo y me atrae con fuerza hacia él. Su boca busca la
mía, y me besa con apasionada desesperación. No sé por qué me coge por sorpresa,
pero lo hace. Yo saboreo su alivio, su anhelo y los últimos vestigios de su rabia,
mientras su lengua posee mi boca. Se para, me mira fijamente, y apoya todo su peso
sobre mí, de forma que no puedo moverme. Me deja sin aliento y me aferro a él para
sostenerme. Alzo la mirada hacia su hermoso rostro, marcado por la determinación y la
mayor seriedad.
—Si te hubiera pasado algo… si él te hubiera hecho daño… —Noto el
estremecimiento que recorre su cuerpo—. La BlackBerry —ordena en voz baja—. A
partir de ahora. ¿Entendido?
Yo asiento y trago saliva, incapaz de apartar la vista de su mirada grave y
fascinante.
Cuando el ascensor se para, se yergue y me suelta.
—Dice que le diste una patada en las pelotas.
Christian ha aligerado el tono. Ahora su voz tiene cierto matiz de
admiración, y creo que estoy perdonada.
—Sí —susurro, aún sin recuperarme del todo de la intensidad de su beso y
su vehemente exigencia.
—Bien.
—Ray estuvo en el ejército. Me enseñó muy bien.
—Me alegro mucho de que lo hiciera —musita, y añade arqueando una ceja
—: Lo tendré en cuenta.
Me da la mano, me conduce fuera del ascensor y yo le sigo, aliviada. Me
parece que su mal humor ya no empeorará.
—Tengo que llamar a Barney. No tardaré.
Desaparece en su estudio, y me deja plantada en el inmenso salón. La
señora Jones está dando los últimos toques a nuestra cena. Me doy cuenta de que estoy
hambrienta, pero necesito hacer algo.
—¿Puedo ayudar? —pregunto.
Ella se echa a reír.
—No, Ana. ¿Puedo servirle una copa o algo? Parece agotada.
—Me encantaría una copa de vino.
—¿Blanco?
—Sí, por favor.
Me siento en uno de los taburetes y ella me ofrece una copa de vino frío.
No lo conozco, pero está delicioso, entra bien y calma mis nervios crispados. ¿En qué
había estado pensando antes? En lo viva que me sentía desde que había conocido a
Christian. En que mi vida se había convertido en algo emocionante. Caray… ¿no
podría tener al menos un par de días aburridos?
¿Y si nunca hubiera conocido a Christian? Ahora mismo estaría refugiada
en mi apartamento, hablando con Ethan, completamente alterada por el incidente con
Jack y sabiendo que tendría que volver a encontrarme con ese canalla el viernes. Tal
como están las cosas ahora, es muy probable que nunca vuelva a verle. Pero ¿para
quién trabajaré? Frunzo el ceño. No había pensado en eso. Vaya… ¿seguiré teniendo
trabajo siquiera?
—Buenas noches, Gail.
Christian vuelve a entrar en el salón y me distrae de mis pensamientos. Va
directamente a la nevera y se sirve una copa de vino.
—Buenas noches, señor Grey. ¿Cenarán a las diez, señor?
—Me parece muy bien.
Christian alza su copa.
—Por los ex militares que entrenan bien a sus hijas —dice, y se le suaviza
la mirada.
—Salud —musito, y levanto mi copa.
—¿Qué pasa? —pregunta Christian.
—No sé si todavía tengo trabajo.
Él ladea la cabeza.
—¿Sigues queriendo tenerlo?
—Claro.
—Entonces todavía lo tienes.
Así de simple. ¿Ves? Él es el amo y señor de mi universo. Le miro con los
ojos en blanco y él sonríe.
* * *
La señora Jones ha preparado un exquisito pastel de pollo, y se ha retirado
para que disfrutemos del fruto de su trabajo. Ahora que ya puedo comer algo, me siento
mucho mejor. Estamos sentados en la barra del desayuno, y aunque intento engatusarlo,
Christian se niega a contarme qué ha descubierto Barney en el ordenador de Jack.
Aparco el tema, y decido en su lugar abordar el espinoso asunto de la inminente visita
de José.
—Me ha llamado José —digo en tono despreocupado.
—¿Ah?
Christian se da la vuelta para mirarme.
—Quiere traer tus fotografías el viernes.
—Una entrega personal. Qué cortés por su parte —apunta Christian.
—Quiere salir. A tomar algo. Conmigo.
—Ya.
—Para entonces seguramente Kate y Elliot ya habrán vuelto —añado
enseguida.
Christian deja el tenedor y me mira con el ceño fruncido.
—¿Qué me estás pidiendo exactamente?
Le miro enojada.
—No te estoy pidiendo nada. Te estoy informando de mis planes para el
viernes. Mira, yo quiero ver a José, y él necesita un sitio para dormir. Puede que se
quede aquí o en mi apartamento, pero si lo hace yo también debería estar allí.
Christian abre mucho los ojos. Parece anonadado.
—Intentó propasarse contigo.
—Christian, eso fue hace varias semanas. Él estaba borracho, yo estaba
borracha, tú lo solucionaste… no volverá a pasar. Él no es Jack, por el amor de Dios.
—Ethan está aquí. Él puede hacerle compañía.
—Quiere verme a mí, no a Ethan.
Christian me mira ceñudo.
—Solo es un amigo —digo en tono enfático.
—No me hace ninguna gracia.
¿Y qué? Dios, a veces es crispante. Inspiro profundamente.
—Es amigo mío, Christian. No le he visto desde la inauguración de la
exposición. Y estuve muy poco rato. Yo sé que tú no tienes ningún amigo, aparte de esa
espantosa mujer, pero yo no me quejo de que la veas —replico. Christian parpadea,
estupefacto—. Tengo ganas de verle. No he sido una buena amiga.
Mi subconsciente está alarmada. ¿Estás teniendo una pequeña pataleta?
¡Cálmate!
Los ojos grises de Christian refulgen al mirarme.
—¿Eso es lo que piensas? —dice entre dientes.
—¿Lo que pienso de qué?
—Sobre Elena. ¿Preferirías que no la viera?
—Exacto. Preferiría que no la vieras.
—¿Por qué no lo has dicho antes?
—Porque no me corresponde a mí decirlo. Tú la consideras tu única amiga.
—Me encojo de hombros, exasperada. Realmente no lo entiende. ¿Cómo se ha
convertido esto en una conversación sobre Elena? Yo ni siquiera quiero pensar en ella.
Trato de volver al tema de José—. Del mismo modo que no te corresponde a ti decir si
puedo o no puedo ver a José. ¿No lo entiendes?
Christian me mira fijamente, creo que perplejo. Oh, ¿qué estará pensando?
—Puede dormir aquí, supongo —musita—. Así podré vigilarle —comenta
en tono hosco.
¡Aleluya!
—¡Gracias! ¿Sabes?, si yo también voy a vivir aquí… —Me fallan las
palabras. Christian asiente. Sabe qué intento decirle—. Aquí no es que falte espacio
precisamente… —digo con una sonrisita irónica.
En sus labios se dibuja lentamente una sonrisa.
—¿Se está riendo de mí, señorita Steele?
—Desde luego, señor Grey.
Me pongo de pie por si empieza a calentársele la mano, recojo los platos y
los meto en el lavavajillas.
—Ya lo hará Gail.
—Lo estoy haciendo yo.
Me enderezo y le miro. Él me observa intensamente.
—Tengo que trabajar un rato —dice como disculpándose.
—Muy bien. Ya encontraré algo que hacer.
—Ven aquí —ordena, pero su voz es suave y seductora y sus ojos
apasionados.
Yo no dudo en caminar hacia él y rodearle el cuello. Él permanece sentado
en el taburete. Me envuelve entre sus brazos, me estrecha contra él y simplemente me
abraza.
—¿Estás bien? —susurra junto a mi cabello.
—¿Bien?
—¿Después de lo que ha pasado con ese cabrón? ¿Después de lo que
ocurrió ayer? —añade en voz baja y muy seria.
Yo miro al fondo de sus ojos, oscuros, graves. ¿Estoy bien?
—Sí —susurro.
Me abraza más fuerte, y me siento segura, apreciada y amada, todo a la vez.
Es maravilloso. Cierro los ojos, y disfruto de la sensación de estar en sus brazos. Amo
a este hombre. Amo su aroma embriagador, su fuerza, sus maneras volubles… mi
Cincuenta.
—No discutamos —murmura. Me besa el pelo e inspira profundamente—.
Hueles divinamente, como siempre, Ana.
—Tú también —susurro, y le beso el cuello.
Me suelta, demasiado pronto.
—Terminaré en un par de horas.
* * *
Deambulo indolentemente por el piso. Christian sigue trabajando. Me he
duchado, me he puesto unos pantalones de chándal y una camiseta míos, y estoy
aburrida. No me apetece leer. Si me quedo quieta, me acuerdo de Jack y de sus dedos
sobre mi cuerpo.
Echo un vistazo a mi antiguo dormitorio, la habitación de las sumisas. José
puede dormir aquí: le gustarán las vistas. Son las ocho y cuarto y el sol está empezando
a ponerse por el oeste. Las luces de la ciudad centellean allá abajo. Es algo
maravilloso. Sí, a José le gustará estar aquí. Me pregunto vagamente dónde colgará
Christian las fotos que me hizo José. Preferiría que no lo hiciera. No me apetece verme
a mí misma.
Salgo de nuevo al pasillo y acabo frente a la puerta del cuarto de juegos, y,
sin pensarlo, intento abrir el pomo. Christian suele cerrarla con llave, pero, para mi
sorpresa, la puerta se abre. Qué raro. Sintiéndome como una niña que hace novillos y
se interna en un bosque prohibido, entro. Está oscuro. Pulso el interruptor y las luces
bajo la cornisa se encienden con un tenue resplandor. Es tal como lo recordaba. Una
habitación como un útero.
Surgen en mi mente recuerdos de la última vez que estuve aquí. El
cinturón… tiemblo al recordarlo. Ahora cuelga inocentemente, alineado junto a los
demás, en la estantería que hay junto a la puerta. Paso los dedos, vacilante, sobre los
cinturones, las palas, las fustas y los látigos. Dios. Esto es lo que necesito aclarar con
el doctor Flynn. ¿Puede alguien que tiene este estilo de vida dejarlo sin más? Parece
muy poco probable. Me acerco a la cama, me siento sobre las suaves sábanas de satén
rojo, y echo una ojeada a todos esos artilugios.
A mi lado está el banco, y encima el surtido de varas. ¡Cuántas hay! ¿No le
bastará solo con una? Bien, cuanto menos sepa de todo esto, mejor. Y la gran mesa. No
sé para qué la usa Christian, nosotros nunca la probamos. Me fijo en el Chesterfield, y
voy a sentarme en él. Es solo un sofá, no tiene nada de extraordinario: no hay nada para
atar a nadie, por lo que puedo ver. Miro detrás de mí y veo la cómoda. Siento
curiosidad. ¿Qué guardará ahí?
Cuando abro el cajón de arriba, noto que la sangre late con fuerza en mis
venas. ¿Por qué estoy tan nerviosa? Tengo la sensación de estar haciendo algo ilícito,
como si invadiera una propiedad privada, cosa que evidentemente estoy haciendo.
Pero si él quiere casarse conmigo, bueno…
Dios santo, ¿qué es todo esto? Una serie de instrumentos y extrañas
herramientas —no tengo ni idea de qué son ni para qué sirven— están dispuestos
cuidadosamente en el cajón. Cojo uno. Tiene forma de bala, con una especie de mango.
Mmm… ¿qué demonios haces con esto? Estoy atónita, pero creo que me hago una idea.
¡Hay cuatro tamaños distintos! Se me eriza el vello, y en ese momento levanto la vista.
Christian está en el umbral, mirándome con expresión inescrutable. Me
siento como si me hubieran pillado con la mano en el tarro de los caramelos.
—Hola.
Sonrío muy nerviosa, consciente de tener los ojos muy abiertos y estar
mortalmente pálida.
—¿Qué estás haciendo? —dice suavemente, pero con cierto matiz
inquietante en la voz.
Oh, no. ¿Está enfadado?
—Esto… estaba aburrida y me entró la curiosidad —musito, avergonzada
de que me haya descubierto: dijo que tardaría dos horas.
—Esa es una combinación muy peligrosa.
Se pasa el dedo índice por el labio inferior en actitud pensativa, sin dejar
de mirarme ni un segundo. Yo trago saliva. Tengo la boca seca.
Entra lentamente en la habitación y cierra la puerta sin hacer ruido. Sus ojos
son como una llamarada gris. Oh, Dios. Se inclina con aire indiferente sobre la
cómoda, pero intuyo que es una actitud engañosa. La diosa que llevo dentro no sabe si
es el momento de enfrentarse a la situación o de salir corriendo.
—¿Y, exactamente, sobre qué le entró la curiosidad, señorita Steele? Quizá
yo pueda informarle.
—La puerta estaba abierta… Yo…
Miro a Christian y contengo la respiración, insegura como siempre de cuál
será su reacción o qué debo decir. Tiene la mirada oscura. Creo que se está
divirtiendo, pero es difícil decirlo. Apoya los codos en la cómoda, con la barbilla
entre las manos.
—Hace un rato estaba aquí preguntándome qué hacer con todo esto. Debí
de olvidarme de cerrar.
Frunce el ceño un segundo, como si no echar la llave fuera un error terrible.
Yo arrugo la frente: no es propio de él ser olvidadizo.
—¿Ah?
—Pero ahora tú estás aquí, curiosa como siempre —dice con voz suave,
desconcertado.
—¿No estás enfadado? —musito, prácticamente sin aliento.
Él ladea la cabeza y sus labios se curvan en una mueca divertida.
—¿Por qué iba a enfadarme?
—Me siento como si hubiera invadido una propiedad privada… y tú
siempre te enfadas conmigo —añado bajando la voz, aunque me siento aliviada.
Christian vuelve a fruncir el ceño.
—Sí, la has invadido, pero no estoy enfadado. Espero que un día vivas aquí
conmigo, y todo esto —hace un gesto vago con la mano alrededor de la habitación—
será tuyo también.
¿Mi cuarto de juegos…? Le miro con la boca abierta: la idea cuesta mucho
de digerir.
—Por eso entré aquí antes. Intentaba decidir qué hacer. —Se da golpecitos
en los labios con el dedo índice—. ¿Así que siempre me enfado contigo? Esta mañana
no estaba enfadado.
Oh, eso es verdad. Sonrío al recordar a Christian cuando nos despertamos,
y eso hace que deje de pensar en qué pasará con el cuarto de juegos. Esta mañana
Cincuenta estuvo muy juguetón.
—Tenías ganas de diversión. Me gusta el Christian juguetón.
—¿Te gusta, eh?
Arquea una ceja, y en su encantadora boca se dibuja una sonrisa, un tímida
sonrisa. ¡Uau!
—¿Qué es esto? —pregunto, sosteniendo esa especie de bala de plata.
—Siempre ávida por saber, señorita Steele. Eso es un dilatador anal —dice
con delicadeza.
—Ah…
—Lo compré para ti.
¿Qué?
—¿Para mí?
Asiente despacio, con expresión seria y cautelosa.
Frunzo el ceño.
—¿Compras, eh… juguetes nuevos para cada sumisa?
—Algunas cosas. Sí.
—¿Dilatadores anales?
—Sí.
Muy bien… Trago saliva. Dilatador anal. Es de metal duro… seguramente
resulte bastante incómodo. Recuerdo la conversación que tuvimos después de mi
graduación sobre juguetes sexuales y límites infranqueables. Creo recordar que dije
que los probaría. Ahora, al ver uno de verdad, no sé si es algo que quiera hacer. Lo
examino una vez más y vuelvo a dejarlo en el cajón.
—¿Y esto?
Cojo un objeto de goma, negro y largo. Consiste en una serie de esferas que
van disminuyendo de tamaño, la primera muy voluminosa y la última muy pequeña.
Ocho en total.
—Un rosario anal —dice Christian observándome atentamente.
¡Oh! Las examino con horror y fascinación. Todas esas esferas, dentro de
mí… ¡ahí! No tenía ni idea.
—Causan un gran efecto si las sacas en mitad de un orgasmo —añade con
total naturalidad.
—¿Esto es para mí? —susurro.
—Para ti.
Asiente despacio.
—¿Este es el cajón de los juguetes anales?
Sonríe.
—Si quieres llamarlo así…
Lo cierro enseguida, en cuanto noto que me arden las mejillas.
—¿No te gusta el cajón de los juguetes anales? —pregunta divertido, con
aire inocente.
Le miro fijamente y me encojo de hombros, tratando de disimular con
descaro mi incomodidad.
—No estaría entre mis regalos de Navidad favoritos —comento con
indiferencia, y abro vacilante el segundo cajón.
Él sonríe satisfecho.
—En el siguiente cajón hay una selección de vibradores.
Lo cierro inmediatamente.
—¿Y en el siguiente? —musito.
Vuelvo a estar pálida, pero esta vez es de vergüenza.
—Ese es más interesante.
¡Oh! Abro el cajón titubeante, sin apartar los ojos de su hermoso rostro, que
muestra ahora cierta arrogancia. Dentro hay un surtido de objetos de metal y algunas
pinzas de ropa. ¡Pinzas de ropa! Cojo un instrumento grande de metal, como una
especie de clip.
—Pinzas genitales —dice Christian.
Se endereza y se acerca con total naturalidad hasta colocarse a mi lado. Yo
las guardo enseguida y escojo algo más delicado: dos clips pequeños encadenados.
—Algunas son para provocar dolor, pero la mayoría son para dar placer —
murmura.
—¿Qué es esto?
—Pinzas para pezones… para los dos.
—¿Para los dos? ¿Pechos?
Christian me sonríe.
—Bueno hay dos pinzas, nena. Sí, para los dos pechos. Pero no me refería a
eso. Me refería a que son tanto para el placer como para el dolor.
Ah. Me coge las pinzas de las manos.
—Levanta el meñique.
Hago lo que me dice, y me pone un clip en la punta del dedo. No duele
mucho.
—La sensación es muy intensa, pero cuando resulta más doloroso y
placentero es cuando las retiras.
Me quita el clip. Mmm, puede ser agradable. Me estremezco de pensarlo.
—Esto tiene buena pinta —murmuro, y Christian sonríe.
—¿No me diga, señorita Steele? Creo que se nota.
Asiento tímidamente y vuelvo a guardar las pinzas en el cajón. Christian se
inclina y saca otras dos.
—Estas son ajustables.
Las levanta para que las examine.
—¿Ajustables?
—Puedes llevarlas muy apretadas… o no. Depende del estado de ánimo.
¿Cómo consigue que suene tan erótico? Trago saliva, y para desviar su
atención saco un artefacto que parece un cortapizzas de dientes muy puntiagudos.
—¿Y esto?
Frunzo el ceño. No creo que en el cuarto de juegos haya nada que hornear.
—Esto es un molinete Wartenberg.
—¿Para…?
Lo coge.
—Dame la mano. Pon la palma hacia arriba.
Le tiendo la mano izquierda, me la sostiene con cuidado y me roza los
nudillos con su pulgar. Me estremezco por dentro. Su piel contra la mía siempre
consigue ese efecto. Luego pasa la ruedecita por encima de la palma.
—¡Ay!
Los dientes me pellizcan la piel: es algo más que dolor. De hecho, me hace
cosquillas.
—Imagínalo sobre tus pechos —murmura Christian lascivamente.
¡Oh! Me ruborizo y aparto la mano. Mi respiración y los latidos de mi
corazón se aceleran.
—La frontera entre el dolor y el placer es muy fina, Anastasia —dice en
voz baja, y se inclina para volver a meter el artilugio en el cajón.
—¿Pinzas de ropa? —susurro.
—Se pueden hacer muchas cosas con pinzas de ropa.
Sus ojos arden.
Me inclino sobre el cajón y lo cierro.
—¿Eso es todo?
Christian parece divertido.
—No.
Abro el cuarto cajón y descubro un amasijo de cuero y correas. Tiro de una
de las correas… y compruebo que lleva una bola atada.
—Una mordaza de bola. Para que estés callada —dice Christian, que sigue
divirtiéndose.
—Límite tolerable —musito.
—Lo recuerdo —dice—. Pero puedes respirar. Los dientes se clavan en la
bola.
Me quita la mordaza y simula con los dedos una boca mordiendo la bola.
—¿Tú has usado alguna de estas? —pregunto.
Se queda muy quieto y me mira.
—Sí.
—¿Para acallar tus gritos?
Cierra los ojos, creo que con gesto exasperado.
—No, no son para eso.
¿Ah?
—Es un tema de control, Anastasia. ¿Sabes lo indefensa que te sentirías si
estuvieras atada y no pudieras hablar? ¿El grado de confianza que deberías mostrar,
sabiendo que yo tengo todo ese poder sobre ti? ¿Que yo debería interpretar tu cuerpo y
tu reacción, en lugar de oír tus palabras? Eso te hace más dependiente, y me da a mí el
control absoluto.
Trago saliva.
—Suena como si lo echaras de menos.
—Es lo que conozco —murmura.
Tiene los ojos muy abiertos y serios, y la atmósfera entre los dos ha
cambiado, como si ahora se estuviera confesando.
—Tú tienes poder sobre mí. Ya lo sabes —susurro.
—¿Lo tengo? Tú me haces sentir… vulnerable.
—¡No! —Oh, Cincuenta…—. ¿Por qué?
—Porque tú eres la única persona que conozco que puede realmente
hacerme daño.
Alarga la mano y me recoge un mechón de pelo por detrás de la oreja.
—Oh, Christian… esto es así tanto para ti como para mí. Si tú no me
quisieras…
Me estremezco, y bajo la vista hacia mis dedos entrelazados. Ahí radica mi
otra gran duda sobre nosotros. Si él no estuviera tan… destrozado, ¿me querría?
Sacudo la cabeza. Debo intentar no pensar en eso.
—Lo último que quiero es hacerte daño. Yo te amo —murmuro, y alargo las
manos para pasarle los dedos sobre las patillas y acariciarle con dulzura las mejillas.
Él inclina la cara para acoger esa caricia. Arroja la mordaza en el cajón y,
rodeándome por la cintura, me atrae hacia él.
—¿Hemos terminado ya con la exposición teórica? —pregunta con voz
suave y seductora.
Sube la mano por mi espalda hasta la nuca.
—¿Por qué? ¿Qué querías hacer?
Se inclina y me besa tiernamente, y yo, aferrada a sus brazos, siento que me
derrito.
—Ana, hoy han estado a punto de agredirte.
Su tono de voz es dulce, pero cauteloso.
—¿Y? —pregunto, gozando de su proximidad y del tacto de su mano en mi
espalda.
Él echa la cabeza hacia atrás y me mira con el ceño fruncido.
—¿Qué quieres decir con «Y»? —replica.
Contemplo su rostro encantador y malhumorado.
—Christian, estoy bien.
Me rodea entre sus brazos aún más fuerte.
—Cuando pienso en lo que podría haber pasado —murmura, y hunde la
cara en mi pelo.
—¿Cuándo aprenderás que soy más fuerte de lo que aparento? —susurro
para tranquilizarle, pegada a su cuello, inhalando su delicioso aroma.
No hay nada en este mundo como estar entre los brazos de Christian.
—Sé que eres fuerte —musita en tono pensativo.
Me besa el pelo, pero entonces, para mi gran decepción, me suelta. ¿Ah?
Me inclino y saco otro artilugio del cajón abierto: varias esposas sujetas a
una barra. Lo levanto.
—Esto —dice Christian, y se le oscurece la mirada— es una barra
separadora, con sujeciones para los tobillos y las muñecas.
—¿Cómo funciona? —pregunto, realmente intrigada.
—¿Quieres que te lo enseñe? —musita sorprendido, y cierra los ojos un
momento.
Le miro. Cuando abre los ojos, centellean.
—Sí. Quiero una demostración. Me gustar estar atada —susurro, mientras
la diosa que llevo dentro salta con pértiga desde el búnker a su chaise longue.
—Oh, Ana —murmura.
De repente parece afligido.
—¿Qué?
—Aquí no.
—¿Qué quieres decir?
—Te quiero en mi cama, no aquí.
Coge la barra, me toma de la mano y me hace salir rápidamente del cuarto.
¿Por qué nos vamos? Echo un vistazo a mi espalda al salir.
—¿Por qué no aquí?
Christian se para en la escalera y me mira fijamente con expresión grave.
—Ana, puede que tú estés preparada para volver ahí dentro, pero yo no. La
última vez que estuvimos ahí, tú me abandonaste. Te lo he repetido muchas veces,
¿cuándo lo entenderás?
Frunce el ceño y me suelta para poder gesticular con la mano libre.
—Mi actitud ha cambiado totalmente a consecuencia de aquello. Mi forma
de ver la vida se ha modificado radicalmente. Ya te lo he dicho. Lo que no te he dicho
es… —Se para y se pasa la mano por el pelo, buscando las palabras adecuadas—. Yo
soy como un alcohólico rehabilitado, ¿vale? Es la única comparación que se me
ocurre. La cumpulsión ha desaparecido, pero no quiero enfrentarme a la tentación. No
quiero hacerte daño.
Parece tan lleno de remordimiento, que en ese momento me invade un dolor
agudo y persistente. ¿Qué le he hecho a este hombre? ¿He mejorado su vida? Él era
feliz antes de conocerme, ¿no es cierto?
—No puedo soportar hacerte daño, porque te quiero —añade, mirándome
fijamente con expresión de absoluta sinceridad, como un niño pequeño que dice una
verdad muy simple.
Muestra un aire completamente inocente, que me deja sin aliento. Le adoro
más que a nada ni a nadie. Amo a este hombre incondicionalmente.
Me lanzo a sus brazos con tanta fuerza que tiene que soltar lo que lleva para
cogerme, y le empujo contra la pared. Le sujeto la cara entre las manos, acerco sus
labios a los míos y saboreo su sorpresa cuando le meto la lengua en la boca. Estoy en
un escalón por encima del suyo: ahora estamos al mismo nivel, y me siento eufórica de
poder. Le beso apasionadamente, enredando los dedos en su cabello, y quiero tocarle,
por todas partes, pero me reprimo consciente de su temor. A pesar de todo, mi deseo
brota, ardoroso y contundente, floreciendo desde lo más profundo. Él gime y me sujeta
por los hombros para apartarme.
—¿Quieres que te folle en las escaleras? —murmura con la respiración
entrecortada—. Porque lo haré ahora mismo.
—Sí —musito, y estoy segura de que mi oscura mirada de deseo es igual a
la suya.
Me fulmina con sus ojos, entreabiertos e impetuosos.
—No. Te quiero en mi cama.
De pronto me carga sobre sus hombros y yo reacciono con un chillido
estridente, y él me da un cachete fuerte en el trasero, y yo chillo otra vez. Se dispone a
bajar las escaleras, pero antes se agacha para recoger del suelo la barra separadora.
La señora Jones sale del cuarto de servicio cuando atravesamos el pasillo.
Nos sonríe, y yo la saludo boca abajo, con expresión de disculpa. No creo que
Christian se haya percatado siquiera de su presencia.
Al llegar al dormitorio, me deja de pie en el suelo y tira la barra sobre la
cama.
—Yo no creo que vayas a hacerme daño —susurro.
—Yo tampoco creo que vaya a hacerte daño —dice.
Me coge la cabeza entre las manos y me besa larga e intensamente,
encendiéndome la sangre ya inflamada.
—Te deseo tanto —murmura jadeando junto a mi boca—. ¿Estás segura de
esto… después de lo de hoy?
—Sí. Yo también te deseo. Quiero desnudarte.
Estoy impaciente por tocarle… mis dedos se mueren por acariciarle.
Abre mucho los ojos y por un segundo duda, tal vez sopesando mi petición.
—De acuerdo —dice cautelosamente.
Acerco una mano al segundo botón de su camisa y noto cómo contiene la
respiración.
—No te tocaré si no quieres —susurro.
—No —contesta enseguida—. Hazlo. No pasa nada. Estoy bien —añade.
Desabrocho el botón con delicadeza y deslizo los dedos sobre la camisa
hasta el siguiente. Él tiene los ojos muy abiertos, brillantes. Separa los labios y respira
con dificultad. Incluso cuando tiene miedo es tan hermoso… a causa de ese miedo.
Desabrocho el tercer botón y palpo el vello suave que asoma a través de la amplia
abertura de la camisa.
—Quiero besarte aquí —murmuro.
Él inspira bruscamente.
—¿Besarme?
—Sí.
Jadea mientras desabrocho el siguiente botón y me inclino hacia delante
muy despacio, para dejar claras mis intenciones. Él contiene la respiración, pero se
queda inmóvil cuando le doy un leve beso en medio de esos suaves rizos ahora
visibles. Desabrocho el último botón y alzo la cara hacia él. Me está observando
fijamente con una expresión de satisfacción, tranquila y… maravillada.
—Cada vez es más fácil, ¿verdad? —pregunto con un hilo de voz.
Él asiente, y yo le aparto lentamente la camisa de los hombros y la dejo
caer al suelo.
—¿Qué me has hecho, Ana? —murmura—. Sea lo que sea, no pares.
Y me acoge en sus brazos. Hunde las dos manos en mi cabello y me echa la
cabeza hacia atrás para acceder fácilmente a mi cuello.
Desliza los labios hasta mi barbilla y me muerde suavemente, haciéndome
gemir. Oh, cómo deseo a este hombre. Mis dedos palpan a tientas la cinturilla de su
pantalón, desabrocho el botón y bajo la cremallera.
—Oh, nena.
Suspira y me besa detrás de la oreja. Noto su erección, firme y dura,
presionándome. Le deseo… en mi boca. De pronto doy un paso atrás y me pongo de
rodillas.
—¡Uau! —gime.
Le bajo los pantalones y los boxers de un tirón, y su miembro emerge
libremente. Antes de que pueda detenerme, lo tomo entre los labios y chupo con fuerza.
Él abre la boca y yo disfruto de su repentina perplejidad. Baja la mirada hacia mí, y
observa todos mis movimientos con los ojos enturbiados y llenos de placer carnal. Ah.
Me cubro los dientes con los labios y succiono con más fuerza. Él cierra los ojos y se
rinde al exquisito placer sensual. Sé lo que le hago, y es placentero, liberador y
endiabladamente sexy. La sensación es embriagadora: no solo soy poderosa… soy
omnisciente.
—Joder —sisea, y me acuna dulcemente la cabeza, flexiona las caderas y
penetra mi boca más a fondo.
Oh, sí, deseo esto, y rodeo su miembro con la lengua, tiro con firmeza…
una y otra vez.
—Ana…
Intenta echarse atrás.
Oh, no, no lo hagas, Grey. Te deseo. Sujeto sus caderas con fuerza
duplicando mis esfuerzos, y noto que está a punto.
—Por favor —jadea—. Voy a correrme, Ana.
Bien. La diosa que llevo dentro echa la cabeza hacia atrás en pleno éxtasis,
y él se corre, entre gritos lúbricos, dentro de mi boca.
Abre sus brillantes ojos grises, baja la vista hacia mí y yo le miro
sonriendo, lamiéndome los labios. Él me devuelve la sonrisa, y es una sonrisa pícara y
salaz.
—¿Ah, o sea que ahora jugamos a esto, señorita Steele?
Se inclina, me coge por las axilas y me pone de pie con fuerza. De pronto
su boca está pegada a la mía. Y gruñe lascivamente.
—Estoy notando mi propio sabor. El tuyo es mejor —musita pegado a mis
labios.
De pronto me quita la camiseta y la tira al suelo, me levanta y me arroja
sobre la cama. Coge mis pantalones por los bajos y me los quita bruscamente con un
solo movimiento. Ahora estoy desnuda y abierta para él en su cama. Esperando.
Anhelando. Me saborea con la mirada, y lentamente se quita el resto de la ropa sin
apartar los ojos de mí.
—Eres una mujer preciosa, Anastasia —murmura con admiración.
Mmm… Inclino la cabeza a un lado y le sonrío, coqueta.
—Tú eres un hombre precioso, Christian, y sabes extraordinariamente bien.
Me sonríe maliciosamente y coge la barra separadora. Me agarra el tobillo
izquierdo, lo sujeta rápidamente y aprieta la anilla de la esposa, pero no mucho.
Comprueba el espacio que queda, deslizando el meñique entre mi tobillo y el metal. No
deja de mirarme a los ojos; no necesita ver lo que está haciendo. Mmm… ya ha hecho
esto antes.
—Ahora, hemos de comprobar cómo sabe usted. Si no recuerdo mal, es
usted una rara y delicada exquisitez, señorita Steele.
Oh.
Me sujeta el otro tobillo, y me lo esposa también con rapidez y eficacia, de
manera que quedan unos sesenta centímetros de separación entre mis pies.
—Lo bueno de este separador es que es extensible —dice.
Aprieta algo en la barra y después empuja, y mis piernas se abren más. Uau,
noventa centímetros de separación. Con la boca muy abierta, inspiro profundamente.
Dios, esto es muy erótico. Estoy ardiendo, inquieta y ansiosa.
Christian se lame el labio superior.
—Oh, vamos a divertirnos un poco con esto, Ana.
Baja la mano, coge la barra y la gira de golpe, cogiéndome por sorpresa y
dejándome tumbada boca abajo.
—¿Ves lo que puedo hacerte? —dice turbadoramente, y vuelve a girarla de
golpe y quedo de nuevo tumbada boca arriba, mirándole boquiabierta y sin respiración
—. Estas otras esposas son para las muñecas. Pensaré en ello. Depende de si te portas
bien o no.
—¿Cuándo no me porto bien?
—Se me ocurren unas cuantas infracciones —dice en voz baja, y me pasa
los dedos por las plantas de los pies.
Me hace cosquillas, pero la barra me mantiene en mi sitio, aunque yo
intento apartar las plantas de sus dedos.
—Tu BlackBerry, para empezar.
Jadeo.
—¿Qué vas a hacer?
—Oh, yo nunca desvelo mis planes —dice sonriendo, y sus ojos brillan
malévolos.
¡Uau! Está tan alucinantemente sexy que me deja sin respiración. Se sube a
la cama y se coloca de rodillas entre mis piernas. Está gloriosamente desnudo y yo
estoy indefensa.
—Mmm… Está tan expuesta, señorita Steele.
Desliza los dedos de ambas manos por la parte interior de mis piernas,
despacio, dibujando pequeños círculos. Sin apartar los ojos de mí.
—Todo se basa en las expectativas, Ana. ¿Qué te voy a hacer?
Sus palabras quedas penetran directamente en la parte más profunda y
oscura de mi ser. Me retuerzo sobre la cama y gimo. Sus dedos continúan su lento
avance, suben por mis pantorrillas, pasan por la parte posterior de mis rodillas. Yo
quiero juntar las piernas instintivamente, pero no puedo.
—Recuerda que, si algo no te gusta, solo tienes que decirme que pare —
murmura.
Se inclina sobre mí y me besa y chupa el vientre con delicadeza, mientras
sus manos me acarician y siguen ascendiendo tortuosas y tentadoras por la parte interna
de mis muslos.
—Oh, por favor, Christian —suplico.
—Oh, señorita Steele. He descubierto que puede ser usted implacable en
sus ataques amorosos sobre mí. Creo que debo devolverle el favor.
Mis dedos se aferran al edredón y me rindo ante él, ante su boca que
emprende un delicado viaje hacia abajo y sus manos hacia arriba, convergiendo en el
vértice de mis muslos, expuesto y vulnerable. Cuando desliza sus dedos dentro de mí
gimo y alzo la pelvis para recibirlos. Christian responde con un jadeo.
—Nunca dejas de sorprenderme, Ana. Estás tan húmeda —murmura sobre
la línea donde mi vello púbico se encuentra con mi vientre, y cuando su boca llega a mi
sexo, todo mi cuerpo se arquea.
Oh, Dios.
Inicia un ataque lento y sensual, su lengua gira y gira mientras sus dedos se
mueven en mi interior. Es intenso, muy intenso, porque no puedo cerrar las piernas, ni
moverme. Arqueo la espalda e intento absorber la sensación.
—Oh, Christian —grito.
—Lo sé, nena —susurra, y para destensarme un poco, sopla suavemente
sobre la parte más sensible de mi cuerpo.
—¡Aaah! ¡Por favor! —suplico.
—Di mi nombre —ordena.
—¡Christian! —grito con una voz tan estridente y ansiosa que apenas la
reconozco como mía.
—Otra vez —musita.
—¡Christian, Christian, Christian Grey! —grito con todas mis fuerzas.
—Eres mía.
Su voz es suave y letal, y ante un último giro de su lengua sucumbo,
espectacularmente, al orgasmo. Y como tengo las piernas tan separadas, la espiral de
sensaciones dura y dura y me siento perdida.
Soy vagamente consciente de que Christian me ha tumbado ahora boca
abajo.
—Vamos a intentar esto, nena. Si no te gusta o resulta demasiado incómodo,
dímelo y pararemos.
¿Qué? Estoy demasiado perdida en la dicha del orgasmo para elaborar una
idea consciente o coherente. Ahora estoy sentada en el regazo de Christian. ¿Cómo ha
ocurrido esto?
—Inclínate, nena —me murmura al oído—. Apoya la cabeza y el pecho
sobre la cama.
Aturdida, hago lo que me dice. Él me echa las dos manos hacia atrás y las
esposa a la barra, al lado de los tobillos. Oh… tengo las rodillas a la altura de la
barbilla y el trasero al aire y expuesto, absolutamente vulnerable, completamente suya.
—Ana, estás tan hermosa… —dice maravillado, y oigo cómo rasga el
envoltorio de aluminio.
Sus dedos se deslizan desde la base de mi columna hacia mi sexo, y se
demoran ligeramente sobre mi culo.
—Cuando estés lista, también querré esto. —Su dedo se adentra en mí.
Jadeo con fuerza y noto cómo me tenso ante su delicada exploración—. Hoy no, dulce
Ana, pero un día… te deseo en todas las formas posibles. Quiero poseer cada
centímetro de tu cuerpo. Eres mía.
Yo pienso en el dilatador anal, y todo se contrae en mis entrañas. Sus
palabras me provocan un gemido, y sus dedos siguen deslizándose hasta moverse
alrededor de un territorio más familiar.
Momentos después, me penetra con fuerza.
—¡Ay! Cuidado —grito, y se queda quieto.
—¿Estás bien?
—No tan fuerte… deja que me acostumbre.
Él sale de mí despacio y vuelve a entrar con cuidado, llenándome,
dilatándome, una vez, dos, y ya soy suya.
—Sí, bien, ahora sí —murmuro, gozando de la sensación.
Él gime, y empieza a coger ritmo. Se mueve… se mueve… despiadado…
adelante, atrás, llenándome… y es delicioso. Me hace feliz estar indefensa, feliz
rendirme a él, y feliz saber que puede perderse en mí del modo que desea. Soy capaz
de hacer esto. Él me lleva a esos lugares oscuros, lugares que yo no sabía siquiera que
existían, y juntos los llenamos de una luz cegadora. Oh, sí… una luz cegadora y
violenta.
Y me dejo ir, gozando de lo que me hace, descubriendo esa dulce, dulce
rendición, y vuelvo a correrme gritando muy fuerte su nombre. Y entonces él se queda
quieto y vierte en mí todo su corazón y toda su alma.
—Ana, nena —grita, y se derrumba a mi lado.
Sus hábiles dedos deshacen las ataduras, y me masajea los tobillos y luego
las muñecas. Cuando termina y por fin estoy libre, me acoge en sus brazos y me
adormezco, exhausta.
Cuando recupero la conciencia, estoy acurrucada a su lado y él me está
mirando fijamente. No tengo ni idea de qué hora es.
—Podría pasarme la vida contemplando cómo duermes, Ana —murmura, y
me besa la frente.
Yo sonrío y me desperezo lánguidamente a su lado.
—No pienso dejar que te vayas nunca —dice en voz baja, y me rodea con
sus brazos.
Mmm…
—No quiero marcharme nunca. No me dejes marchar nunca —musito medio
dormida, sin fuerzas para abrir los párpados.
—Te necesito —susurra, pero su voz es una parte distante y etérea de mis
sueños.
Él me necesita… me necesita… y cuando finalmente me deslizo en la
oscuridad, mis últimos pensamientos son para un niñito de ojos grises y pelo cobrizo
sucio y revuelto, que me sonríe tímidamente.