Christian se para delante del cuarto de juegos.
—¿Estás segura de esto? —pregunta con una mirada ardorosa, pero llena
de ansiedad.
—Sí —murmuro, y le sonrío con timidez.
Su expresión se dulcifica.
—¿Hay algo que no quieras hacer?
Estas preguntas inesperadas me descolocan, y mi mente empieza a dar
vueltas. Se me ocurre una idea.
—No quiero que me hagas fotografías.
Se queda quieto, y se le endurece el gesto. Ladea la cabeza y me mira con
suspicacia.
Oh, no. Tengo la impresión de que va a preguntarme por qué, pero
afortunadamente no lo hace.
—De acuerdo —murmura.
Frunce el ceño, abre la puerta y se aparta para hacerme pasar a la
habitación. Cuando él entra detrás y cierra, siento sus ojos sobre mí.
Deja la cajita del regalo sobre la cómoda, saca el iPod y lo enciende.
Luego pasa la mano frente al equipo de sonido de la pared, y los cristales ahumados se
abren suavemente. Pulsa varios botones, y el sonido de un metro resuena en la
habitación. Él baja el volumen, de manera que el compás electrónico lento, hipnótico,
que se oye seguidamente se convierte en ambiental. Empieza a cantar una mujer que no
sé quién es, pero su voz es suave aunque rasposa, y el ritmo contenido y
deliberadamente… erótico. Oh, Dios: es música para hacer el amor.
Christian se da la vuelta para mirarme. Yo estoy de pie en medio del
cuarto, con el corazón palpitante y la sangre hirviendo en mis venas al ritmo del
seductor compás de la música… o esa es la sensación que tengo. Él se me acerca
despacio con aire indolente, y me coge de la barbilla para que deje de morderme el
labio.
—¿Qué quieres hacer, Anastasia? —murmura, y me da un recatado beso en
la comisura de la boca, sin dejar de retenerme el mentón entre los dedos.
—Es tu cumpleaños. Haremos lo que tú quieras —musito.
Él pasa el pulgar sobre mi labio inferior, y arquea una ceja.
—¿Estamos aquí porque tú crees que yo quiero estar aquí?
Pronuncia esas palabras en voz muy baja, sin dejar de observarme
atentamente.
—No —murmuro—. Yo también quiero estar aquí.
Su mirada se oscurece, volviéndose más audaz a medida que asimila mi
respuesta. Después de una pausa eterna, habla.
—Ah, son tantas las posibilidades, señorita Steele. —Su tono es grave,
excitado—. Pero empecemos por desnudarte.
Tira del cinturón de la bata, que se abre para dejar a la vista el camisón de
satén. Luego da un paso atrás y se sienta con total tranquilidad en el brazo del sofá
Chesterfield.
—Quítate la ropa. Despacio.
Me dirige una mirada sensual, desafiante.
Trago saliva compulsivamente y junto los muslos. Ya siento humedad entre
las piernas. La diosa que llevo dentro está ya en la cola, totalmente desnuda, dispuesta,
esperando y suplicándome para que le siga el juego. Yo me echo la bata sobre los
hombros, sin dejar de mirarle a los ojos, los levanto con un suave movimiento y dejo
que la prenda caiga en cascada al suelo. Sus fascinantes ojos grises arden, y se pasa el
dedo índice sobre los labios con la mirada muy fija en mí.
Dejo que los finísimos tirantes de mi camisón se deslicen por mis hombros,
le miro intensamente un momento, y luego lo dejo caer. El camisón resbala lentamente
sobre mi cuerpo, hasta quedar desparramado a mis pies. Estoy desnuda, prácticamente
jadeante y… oh, tan dispuesta…
Christian se queda muy quieto un momento, y me maravilla su expresión de
franca satisfacción carnal. Él se levanta, se dirige hacia la cómoda y saca su corbata
gris perla… mi corbata favorita. La desliza y la hace dar vueltas entre sus dedos, y se
me acerca con gesto despreocupado y un amago de sonrisa en los labios. Cuando se
coloca frente a mí, yo espero que haga ademán de cogerme las manos, pero no es así.
—Me parece que lleva usted muy poca ropa, señorita Steele —murmura.
Me pone la corbata alrededor del cuello, y despacio pero con destreza hace
lo que imagino que es un nudo Windsor perfecto. Cuando lo aprieta, sus dedos me
rozan la base del cuello, provocando una descarga de electricidad en mi cuerpo que me
deja jadeante. Él deja que el extremo más ancho de la corbata caiga hasta abajo, tan
abajo que la punta me hace cosquillas en el vello púbico.
—Ahora mismo está usted fabulosa, señorita Steele —dice, y se inclina
para besarme con dulzura en los labios.
Es un beso fugaz, y una espiral de deseo lascivo invade mis entrañas, y
quiero más.
—¿Qué haremos contigo ahora? —dice, y coge la corbata, tira de mí hacia
él y caigo en sus brazos.
Hunde las manos en mi pelo y me echa la cabeza hacia atrás, y me besa
fuerte y apasionadamente, con su lengua implacable y despiadada. Una de sus manos se
desliza por mi espalda y se detiene sobre mi trasero. Cuando él se aparta, jadeante
también, me fulmina con una mirada incendiaria de sus ojos grises. Yo, anhelante,
apenas puedo respirar ni pensar con claridad. Estoy segura de que su ataque sensual
me ha dejado los labios henchidos.
—Date la vuelta —ordena con delicadeza, y yo obedezco.
Me aparta la corbata del cabello. Lo trenza y lo ata rápidamente, y tirando
de la trenza me obliga a alzar la cabeza.
—Tienes un pelo precioso, Anastasia —murmura, y me besa el cuello,
provocándome un escalofrío que me recorre toda la columna—. Cuando quieras que
pare solo tienes que decírmelo. Lo sabes, ¿verdad? —murmura pegado a mi garganta.
Yo asiento con los ojos cerrados, deleitándome en el sabor de sus labios.
Me da la vuelta otra vez y coge la corbata por la punta.
—Ven —dice, y tirando suavemente me lleva hasta la cómoda, sobre la
cual está el resto del contenido de la caja.
—Estos objetos no me parecen muy adecuados, Anastasia… —Coge el
dilatador anal—. Este es demasiado grande. Una virgen anal como tú no debe empezar
con este. Optaremos por empezar con esto.
Levanta el dedo meñique, y yo ahogo un gemido. Dedos… ¿ahí? Él me
sonríe con aire malicioso, y me viene a la mente la desagradable imagen del puño en el
ano que se mencionaba en el contrato.
—Un dedo… solo uno —dice en voz baja, con esa extraña capacidad que
tiene de leerme la mente.
Clavo la mirada en sus ojos. ¿Cómo lo hace?
—Estas pinzas son brutales. —Señala las pinzas para los pezones—.
Usaremos estas. —Pone otro par sobre la cómoda. Parecen horquillas gigantes, pero
con unas bolitas azabache colgando—. Estas son ajustables —murmura Christian, su
voz entreverada de gentil preocupación.
Parpadeo y le miro con los ojos muy abiertos: Christian, mi mentor sexual.
Él sabe mucho más que yo de todo esto. Yo nunca estaré a la altura. Frunzo ligeramente
el ceño. De hecho, sabe más que yo de casi todo… excepto de cocina.
—¿Está claro? —pregunta.
—Sí —murmuro con la boca seca—. ¿Vas a decirme lo que piensas hacer?
—No. Iré improvisando sobre la marcha. Esto no es ninguna sesión, Ana.
—¿Cómo debo comportarme?
Arquea una ceja.
—Como tú quieras.
¡Oh!
—¿Acaso esperabas a mi álter ego, Anastasia? —pregunta con un matiz
levemente irónico y al mismo tiempo sorprendido.
—Bueno… sí. A mí me gusta —murmuro.
Él esboza su sonrisa secreta, alarga la mano y me pasa el pulgar por la
mejilla.
—¿No me digas? —musita, y desliza el pulgar sobre mi labio inferior—.
Yo soy tu amante, Anastasia, no tu Amo. Me encanta oír tus carcajadas y esa risita
infantil. Me gustas relajada y contenta, como en las fotografías de José. Esa es la chica
que un día entró cayendo de bruces en mi despacho. Esa es la chica de la que un día me
enamoré.
Me quedo con la boca abierta, y en mi corazón brota una grata calidez. Es
dicha… pura dicha.
—Pero, una vez dicho esto, a mí también me gusta tratarla con dureza,
señorita Steele, y mi álter ego sabe un par de trucos. Así que haz lo que te ordeno y
date la vuelta.
Sus ojos brillan perversos, y la dicha se traslada de repente hacia abajo,
por debajo de la cintura, y se apodera de mí tensándome todos los músculos. Hago lo
que me ordena. Él abre uno de los cajones a mis espaldas, y al cabo de un momento
vuelvo a tenerle frente a mí.
—Ven —ordena, tira de la corbata y me lleva hacia la mesa.
Cuando pasamos junto al sofá, me doy cuenta por primera vez de que han
desaparecido todas las varas, y me distraigo un momento. ¿Estaban aquí ayer cuando
entré? No me acuerdo. ¿Se las ha llevado Christian? ¿La señora Jones? Él interrumpe
mis pensamientos.
—Quiero que te pongas de rodillas encima —dice cuando llegamos junto a
la mesa.
Ah, muy bien. ¿Qué tiene en mente? La diosa que llevo dentro está
impaciente por averiguarlo: ya está subida en la mesa completamente abierta y
mirándole con adoración.
Él me sube a la mesa con delicadeza, y yo me siento sobre las piernas y
quedo de rodillas frente a él, sorprendida de mi propia agilidad. Ahora estamos al
mismo nivel. Baja las manos por mis muslos, me agarra las rodillas, me separa las
piernas y se queda plantado justo delante de mí. Está muy serio, con los ojos
entornados y más oscuros… lujuriosos.
—Pon los brazos a la espalda. Voy a esposarte.
Saca unas esposas de cuero del bolsillo de atrás y se me acerca. Allá
vamos. ¿A qué dimensión de placer va a transportarme esta vez?
Su proximidad resulta embriagadora. Este hombre va a ser mi marido. ¿Qué
más puede ambicionar nadie con un marido como este? No recuerdo haber leído nada
al respecto. No puedo resistirme, y deslizo mis labios entreabiertos por su mentón,
saboreando su barba incipiente con la lengua, irritante y suave al mismo tiempo, una
mezcla tremendamente erótica. Él se queda quieto y cierra los ojos. Se le altera la
respiración y se aparta.
—Para, o esto se terminará mucho antes de lo que deseamos los dos —me
advierte.
Por un momento creo que está enfadado, pero entonces sonríe y aparece un
brillo divertido en su mirada ardorosa.
—Eres irresistible —digo con un mohín.
—¿Ah, sí? —replica secamente.
Yo asiento.
—Bueno, no me distraigas, o te amordazaré.
—Me gusta distraerte —susurro mirándole con expresión terca, y él levanta
una ceja.
—O te azotaré.
¡Oh! Intento disimular una sonrisa. Hubo una época, no hace mucho, en que
me habría sometido ante esa amenaza. Nunca me habría atrevido a besarle
espontáneamente, y menos estando en este cuarto. Ahora me doy cuenta de que ya no
me intimida, y es como una revelación. Sonrío con picardía y él me devuelve una
sonrisa cómplice.
—Compórtate —masculla.
Da un paso atrás, me mira y golpea con las esposas de cuero en la palma de
su mano.
Y la amenaza está ahí, implícita en sus actos. Trato de parecer arrepentida,
y creo que lo consigo. Él se acerca otra vez.
—Eso está mejor —musita, y se inclina nuevamente hacia mí con las
esposas.
Yo evito tocarle, pero inhalo ese glorioso aroma a Christian, fresco aún
después de la ducha de anoche. Mmm… debería embotellarlo.
Espero que me espose las muñecas, pero en vez de eso me las coloca por
encima de los codos. Eso me obliga a arquear la espalda y a empujar los pechos hacia
delante, aunque mis codos quedan bastante separados. Cuando termina, se echa hacia
atrás para contemplarme.
—¿Estás bien? —pregunta.
No es la postura más cómoda del mundo, pero la expectativa de descubrir
qué puede hacer resulta tan electrizante que asiento y jadeo débilmente con anhelo.
—Bien.
Saca el antifaz del bolsillo de atrás.
—Creo que ya has visto bastante —murmura.
Me pone el antifaz por encima de la cabeza hasta cubrirme los ojos. Se me
acelera la respiración. Dios… ¿Por qué es tan erótico no ver nada? Estoy aquí,
esposada y de rodillas sobre una mesa, esperando… con una dulce y ardiente
expectación que me quema por dentro. Pero puedo oír, y de fondo sigue sonando ese
ritmo melódico y constante que resuena por todo mi cuerpo. No me había dado cuenta
hasta ahora. Debe de haberlo programado en modo repetición.
Christian se aparta. ¿Qué está haciendo? Se dirige hasta la cómoda y abre
un cajón. Lo cierra otra vez. Al cabo de un segundo vuelvo a notar que está delante de
mí. Noto un olor fuerte, picante y dulzón en el aire. Es delicioso, casi apetitoso.
—No quiero estropear mi corbata preferida —murmura mientras la
desanuda lentamente.
Inhalo con fuerza cuando la tela de la corbata se desliza por mi cuerpo,
haciéndome cosquillas a su paso. ¿Estropear su corbata? Escucho con atención para
tratar de averiguar qué va a hacer. Se está frotando las manos. De pronto me acaricia la
mejilla con los nudillos, recorriendo el perfil de mi mandíbula hasta la barbilla.
Sus caricias me provocan un delicioso estremecimiento que sobresalta mi
cuerpo. Su mano se curva sobre mi nuca, y está resbaladiza por ese aceite aromático
que extiende suavemente por mi garganta, a lo largo de la clavícula, y sobre mi
hombro, trabajando delicadamente con los dedos. Oh, me está dando un masaje. No es
lo que esperaba.
Pone la otra mano sobre mi otro hombro y emprende otro provocador
recorrido a lo largo de mi clavícula. Emito un suave quejido mientras va descendiendo
hacia mis senos cada vez más anhelantes, ávidos de sus caricias. Es tan excitante…
Arqueo más el cuerpo hacia sus diestras caricias, pero él desliza las manos por mis
costados, despacio, comedido, siguiendo el compás de la música y evitando
deliberadamente mis pechos. Yo gimo, aunque no sé si es de placer o de frustración.
—Eres tan hermosa, Ana —me murmura al oído en voz baja y ronca.
Su nariz roza mi mandíbula mientras sigue masajeándome… bajo los senos,
sobre el vientre, más abajo… Me besa fugazmente los labios y luego desliza la nariz
por mi nuca, bajando por el cuello. Dios santo, estoy ardiendo… su cercanía, sus
manos, sus palabras.
—Y pronto serás mi esposa para poseerte y protegerte —susurra.
Oh, sí.
—Para amarte y honrarte.
Dios…
—Con mi cuerpo, te adoraré.
Echo la cabeza hacia atrás y gimo. Él pasa los dedos por mi vello púbico,
sobre mi sexo, y frota la palma de la mano contra mi clítoris.
—Señora Grey —susurra mientras sigue masajeándome.
Suelto un suave gruñido.
—Sí —musita mientras sigue excitándome con la palma de la mano—.
Abre la boca.
Ya la tengo entreabierta porque estoy jadeando. La abro más, y él me
introduce entre los labios un objeto metálico ancho y frío, una especie de enorme
chupete con unas pequeñas muescas o ranuras, y algo que parece una cadena al final.
Es grande.
—Chupa —ordena en voz baja—. Voy a meterte esto dentro.
¿Dentro? Dentro… ¿dónde? Me da un vuelco el corazón.
—Chupa —repite, y deja quieta la palma de la mano.
¡No, no pares! Quiero gritar, pero tengo la boca llena. Sus manos oleosas
recorren nuevamente mi cuerpo hacia arriba y finalmente cubren mis desatendidos
senos.
—No pares de chupar.
Hace girar delicadamente mis pezones entre el pulgar y el índice, con una
caricia experta que los endurece y agranda, creando una oleada sináptica de placer que
llega hasta mi entrepierna.
—Tienes unos pechos tan hermosos, Ana —susurra, y mis pezones
responden endureciéndose aún más.
Él murmura complacido y yo gimo. Baja los labios desde mi cuello hasta
uno de mis senos, sin dejar de chupar y mordisquear suavemente hasta llegar al pezón,
y de repente noto el pellizco de la pinza.
—¡Ay! —gruño entrecortadamente a través del aparato que cubre mi boca.
Oh, por Dios… el pellizco produce una sensación exquisita, cruda,
dolorosa, placentera. Me lame con dulzura el pezón prisionero, mientras procede a
colocar la segunda pinza. El pellizco también es intenso… pero igualmente agradable.
Gimo con fuerza.
—Siéntelo —sisea él.
Ah, lo siento. Lo siento. Lo siento.
—Dame esto.
Tira con cuidado del estriado chupete metálico que tengo en la boca, y lo
suelto. Sus manos recorren otra vez mi cuerpo, descendiendo hacia mi sexo. Ha vuelto
a untárselas de aceite, y se deslizan alrededor de mi trasero.
Ahogo un gemido. ¿Qué va a hacer? Cuando me pasa los dedos entre las
nalgas, me tenso sobre las rodillas.
—Chsss, despacio —me susurra al oído, y me besa la nuca y me provoca e
incita con los dedos.
¿Qué va a hacer? Desliza la otra mano por mi vientre, hasta mi sexo, y lo
acaricia de nuevo con la palma. Introduce sus dedos dentro de mí y yo jadeo fuerte,
gozando.
—Voy a meterte esto dentro —murmura—. No aquí. —Sus dedos se
deslizan entre mis nalgas, untando el aceite—. Sino aquí.
Y hace girar los dedos una y otra vez, dentro y fuera, golpeando la pared
frontal de mi vagina. Yo gimo y mis pezones presos se hinchan.
—Ah.
—Ahora, silencio.
Christian saca los dedos y desliza el objeto dentro de mí. Luego me coge la
cara entre las manos y me besa, con su boca invadiendo la mía, y entones oigo un
levísimo clic. En ese instante, el artilugio empieza a vibrar en mi interior… ¡ahí abajo!
Y gimo. Es una sensación extraordinaria, que supera cualquier otra que haya
experimentado antes.
—¡Ah!
—Tranquila —me calma Christian, y sofoca mis jadeos con su boca.
Sus manos descienden hacia mis senos y tiran con mucha delicadeza de las
pinzas. Grito con fuerza.
—¡Christian, por favor!
—Chsss, nena. Aguanta.
Esto es demasiado… toda esta sobreestimulación, por todas partes. Mi
cuerpo empieza a ascender, y yo, de rodillas, no puedo controlar la escalada. Dios…
¿seré capaz de soportar esto?
—Buena chica —me tranquiliza él.
—Christian —jadeo, y mi voz suena desesperada incluso a mis oídos.
—Chsss, siéntelo, Ana. No tengas miedo.
Ahora sus manos me rodean la cintura, sujetándome, pero no puedo
concentrarme en todo, en sus manos, en lo que tengo dentro, en las pinzas. Mi cuerpo
asciende, asciende hacia el estallido, con esas vibraciones implacables y esa dulce,
dulce tortura en mis pezones. Dios… Esto va a ser demasiado intenso. Él mueve las
manos, sedosas y oleosas, alrededor y por debajo de mis caderas, tocando, sintiendo,
masajeando mi piel… masajeando mi culo.
—Qué hermoso —susurra, y de repente introduce suavemente un dedo
ungido dentro de mí… ¡ahí, en mi trasero!
Dios… Es una sensación extraña, plena, prohibida… pero, oh… muy…
muy agradable. Y se mueve despacio, entra y sale, mientras roza con los dientes mi
barbilla erguida.
—Qué hermoso, Ana.
Estoy suspendida en lo alto, muy alto, sobre un enorme precipicio, y
entonces vuelo y caigo vertiginosamente al mismo tiempo, y me precipito hacia la
tierra. Ya no puedo contenerme y grito, mientras mi cuerpo, ante esa irresistible
plenitud, se convulsiona y alcanza el clímax. Cuando mi cuerpo estalla, no soy más que
sensaciones, por todo mi ser. Christian retira primero una pinza y luego la otra, y mis
pezones se quejan de una dulce sensación de dolor, que es sin embargo muy agradable
y me provoca el orgasmo, un orgasmo que dura y dura. Él mantiene el dedo en el
mismo sitio, entrando y saliendo.
—¡Agh! —grito, y Christian me envuelve y me abraza, mientras mi cuerpo
sigue con su implacable pulsión interior—. ¡No! —vuelvo a gritar, suplicante, y esta
vez retira el vibrador de mi interior y también el dedo, mientras mi cuerpo sigue
convulsionando.
Me quita una de las esposas, de modo que mis brazos caen hacia delante.
Mi cabeza cuelga sobre su hombro, y estoy perdida, totalmente perdida en esta
sensación abrumadora. No soy más que respiración alterada, exhausta de deseo, y
dulce y placentero olvido de todo.
Soy vagamente consciente de que Christian me levanta, me lleva a la cama
y me tumba sobre las refrescantes sábanas de satén. Al cabo de un momento, sus
manos, todavía untuosas, me masajean dulcemente detrás de los muslos, las rodillas,
las pantorrillas y los hombros. Noto que la cama cede un poco cuando él se tumba a mi
lado.
Me quita el antifaz, pero no tengo fuerzas para abrir los ojos. Busca la
trenza y me suelta el pelo, y se inclina hacia delante para besarme dulcemente en los
labios. Solo mi respiración errática interrumpe el silencio de la habitación, y va
estabilizándose a medida que vuelo de nuevo hacia la tierra. Ya no se oye la música.
—Maravilloso —murmura.
Finalmente consigo abrir un ojo y descubro que él me está mirando
fijamente con una leve sonrisa.
—Hola —dice. Consigo contestar con un gemido y su sonrisa se ensancha
—. ¿Te ha parecido suficientemente brusco?
Yo asiento y le sonrío como puedo. Vaya, si hubiera sido más brusco
tendría que habernos azotado a los dos.
—Creo que intentas matarme —musito.
—Muerta por orgasmo. —Sonríe—. Hay formas peores de morir —dice,
pero después frunce el ceño levísimamente, como si de pronto hubiera pensado en algo
desagradable.
Su gesto me inquieta. Me incorporo y le acaricio la cara.
—Puedes matarme así siempre que quieras —murmuro.
Me doy cuenta de que está desnudo, espléndido y preparado para la acción.
Cuando me coge la mano y me besa los nudillos, yo me enderezo, le atrapo la cara con
las manos y llevo su boca a mis labios. Me besa fugazmente y luego se para.
—Esto es lo que quiero hacer —susurra.
Busca bajo la almohada el mando de la música, aprieta un botón y los
suaves acordes de una guitarra resuenan entre las paredes.
—Quiero hacerte el amor —dice, mirándome fijamente.
Sus ojos grises brillan sinceros y ardientes. Al fondo se oye una voz
familiar que empieza a cantar «The First Time Ever I Saw Your Face». Y sus labios
buscan los míos.
Mientras me abrazo a él y me rindo de nuevo al éxtasis liberador, Christian
se deja ir en mis brazos, con la cabeza echada hacia atrás y gritando mi nombre. Él me
estrecha contra su pecho y permanecemos sentados nariz contra nariz en medio de su
cama inmensa, yo a horcajadas sobre él. Y en este momento, este momento de felicidad
con este hombre y su música, la intensidad de mi experiencia de esta mañana con él
aquí, y de todo lo que ha pasado durante la última semana, me abruma de nuevo, no
solo física sino también emocionalmente. Me siento por completo superada por todas
estas sensaciones. Estoy profundamente enamorada de él. Y por primera vez alcanzo a
entrever y comprender lo que él siente en relación con mi seguridad.
Al recordar que ayer estuve a punto de perderle, me echo a temblar y los
ojos se me llenan de lágrimas. Si le hubiera pasado algo… le amo tanto. Las lágrimas
corren libremente por mis mejillas. Hay tantas facetas en Christian: su personalidad
dulce y amable, y su vertiente dominante, ese lado agreste y brusco de «Yo puedo
hacer lo que me plazca contigo y tú me seguirás como un perrito»… sus cincuenta
sombras, todo él. Todo espectacular. Todo mío. Y soy consciente de que aún no nos
conocemos bien, y de que tenemos que superar un montón de cosas. Pero sé que los dos
lo deseamos… y que dispondremos de toda la vida para ello.
—Eh —musita, sosteniéndome la cabeza entre las manos y mirándome
intensamente. Sigue dentro de mí—. ¿Por qué lloras? —dice con la voz preñada de
preocupación.
—Porque te quiero tanto —susurro.
Él absorbe mis palabras con los ojos entrecerrados, como drogado. Y
cuando vuelve a abrirlos, arden de amor.
—Y yo a ti, Ana. Tú me… completas.
Y me besa con ternura mientras Roberta Flack termina su canción.
* * *
Hemos hablado y hablado y hablado, sentados juntos sobre la cama del
cuarto de juegos, yo sobre su regazo y rodeándonos con las piernas mutuamente. La
sábana de satén rojo nos envuelve como si fuera un refugio majestuoso, y no tengo ni
idea de cuánto tiempo ha pasado. Christian está riéndose de mi imitación de Kate
durante la sesión de fotos en el Heathman.
—Pensar que podría haber sido ella quien me entrevistara. Gracias a Dios
que existen los resfriados —murmura, y me besa la nariz.
—Creo que tenía la gripe, Christian —le riño, y dejo que mis dedos
deambulen a través del vello de su torso, maravillada de que lo esté tolerando tan bien
—. Todas las varas han desaparecido —murmuro, recordando que eso me llamó antes
la atención.
Él me recoge el pelo detrás de la oreja por enésima vez.
—No creí que llegaras a pasar nunca ese límite infranqueable.
—No, no creo que lo haga —susurro con los ojos muy abiertos, y luego
dirijo la vista hacia los látigos, las palas y las correas alineados en la pared de
enfrente.
Él mira en la misma dirección.
—¿Quieres que me deshaga de todo eso también? —dice en tono irónico,
pero sincero.
—De esa fusta no… la marrón. Ni del látigo de tiras de ante.
Me ruborizo.
Él me mira y sonríe.
—De acuerdo, la fusta y el látigo de tiras. Vaya, señorita Steele, es usted
una caja de sorpresas.
—Y usted también, señor Grey. Esa es una de las cosas que adoro de ti.
Le beso con cariño en la comisura de la boca.
—¿Qué más adoras de mí? —pregunta con los ojos muy abiertos.
Sé que para él supone mucho hacer esta pregunta. Es una muestra de
humildad que me hace parpadear, perpleja. Yo adoro todo de él… incluso sus
cincuenta sombras. Sé que la vida con Christian nunca será aburrida.
—Esto. —Paso el dedo índice sobre sus labios—. Adoro esto, y lo que
sale de ella, y lo que me haces con ella. Y lo que hay aquí dentro. —Le acaricio la sien
—. Eres tan brillante, inteligente e ingenioso, tan competente en tantas cosas. Pero lo
que más adoro es lo que hay aquí. —Presiono ligeramente con la palma de la mano
sobre su pecho, y siento el latido constante y uniforme de su corazón—. Eres el hombre
más compasivo que conozco. Lo que haces. Cómo trabajas. Es realmente impresionante
—murmuro.
—¿Impresionante?
Está desconcertado, pero en su mirada refulge un brillo alegre. Luego le
cambia el semblante y aparece su sonrisa tímida, como si estuviera avergonzado. Me
entran ganas de lanzarme a sus brazos… y lo hago.
Estoy adormilada, envuelta en satén y en Grey. Christian me acaricia con la
nariz para despertarme.
—¿Tienes hambre? —susurra.
—Mmm… estoy hambrienta.
—Yo también.
Me incorporo para mirarle tumbado en la cama.
—Es su cumpleaños, señor Grey. Te prepararé algo. ¿Qué te apetece?
—Sorpréndeme. —Me pasa la mano por la espalda con una suave caricia
—. Debería revisar los mensajes de la BlackBerry que no miré ayer.
Suspira y hace ademán de incorporarse, y sé que este momento especial ha
terminado… por ahora.
—Duchémonos —dice.
¿Quién soy yo para contradecir al chico del cumpleaños?
* * *
Christian está en su estudio hablando por teléfono. Taylor está con él. Tiene
un aspecto muy serio, pero su atuendo es informal, unos vaqueros y una camiseta negra
ceñida. Yo estoy preparando algo de comer en la cocina. He encontrado unos filetes de
salmón en la nevera y los estoy marinando con limón, y los acompañaré con una
ensalada y unas patatas que estoy hirviendo. Me siento extraordinariamente relajada y
feliz, en la cima del mundo… literalmente. Me giro hacia el enorme ventanal y observo
el espléndido cielo azul. Toda esa charla… todo el sexo… mmm. Cualquier chica
podría acostumbrarse a esto.
Taylor sale del estudio e interrumpe mi fantasía. Yo apago el iPod y me
saco un auricular.
—Hola, Taylor.
—Ana —saluda con un gesto de cabeza.
—¿Tu hija está bien?
—Sí, gracias. Mi ex mujer creía que tenía apendicitis, pero exageraba,
como siempre. —Taylor pone los ojos en blanco, cosa que me sorprende—. Sophie
esta bien, aunque tiene un virus estomacal bastante fastidioso.
—Lo siento.
Él sonríe.
—¿Han localizado el Charlie Tango?
—Sí. El equipo de rescate va para allá. Esta noche ya debería estar de
vuelta en Boeing Field.
—Ah, bien.
Me dedica una sonrisa tensa.
—¿Algo más, señora?
—No, no, gracias.
Me ruborizo… ¿Me acostumbraré algún día a que Taylor me llame
«señora»? Hace que me sienta muy vieja, casi como una treintañera.
Él asiente y sale de la sala. Christian sigue al teléfono. Yo estoy esperando
a que hiervan las patatas. Eso me da una idea. Cojo el bolso y busco la BlackBerry.
Hay un mensaje de Kate.
Ns vms esta noche. Me apetece que charlemos un buen raaato
Le contesto.
Lo mismo digo</>
Estará bien hablar con Kate.
Abro el programa de correo y le escribo un mensaje rápido a Christian.
De: Anastasia Steele
Fecha: 18 de junio de 2011 13:12
Para: Christian Grey
Asunto: Comida
Querido señor Grey:
Le mando este e-mail para informarle de que su comida está casi lista.
Y de que hace un rato gocé de un sexo pervertido alucinante.
Es muy recomendable el sexo pervertido en los cumpleaños.
Y otra cosa… te quiero.
A x
(Tu prometida)
Permanezco atentamente a la escucha de cualquier tipo de reacción, pero él
sigue al teléfono. Me encojo de hombros. Quizá esté demasiado ocupado, simplemente.
Mi BlackBerry vibra.
De: Christian Grey
Fecha: 18 de junio de 2011 13:15
Para: Anastasia Steele
Asunto: Sexo pervertido
¿Qué aspecto fue el más alucinante?
Tomaré nota.
Christian Grey
Hambriento y exhausto tras los esfuerzos matutinos presidente de Grey
Enterprises Holdings, Inc.
P.D.: Me encanta tu firma.
P.P.D.: ¿Qué ha sido del arte de la conversación?
De: Anastasia Steele
Fecha: 18 de junio de 2011 13:18
Para: Christian Grey
Asunto: ¿Hambriento?
Querido señor Grey:
Me permito recordarle la primera línea de mi anterior e-mail, en la que
le informaba de que su comida ya está casi lista… así que nada de tonterías de que
está hambriento y exhausto. Con respecto a los aspectos alucinantes del sexo
pervertido… francamente, todos, presidente. Me interesará leer sus notas. Y a mí
también me gusta mi firma entre paréntesis.
A x
(Tu prometida)
P.D.: ¿Desde cuándo eres tan locuaz? ¡Y estás hablando por teléfono!
Pulso enviar y, al levantar la vista, le tengo delante, sonriendo con aire
travieso. Antes de que pueda decir nada, da la vuelta a la encimera de la isla de la
cocina, me coge en volandas y me da un sonoro beso.
—Esto es todo, señorita Steele —dice.
Me suelta y vuelve a su despacho con paso airoso —en vaqueros, descalzo
y con la camisa por fuera—, dejándome sin aliento.
* * *
He preparado un bol de crema agria con berros y cilantro para acompañar
el salmón, y lo dejo sobre la barra del desayuno. Odio interrumpirle mientras trabaja,
pero ahora me planto en el umbral de su despacho. Él sigue al teléfono, con su pelo
alborotado y sus ojos grises brillantes: todo un festín para la vista. Levanta la mirada
al verme y ya no aparta la vista de mí. Frunce levemente el ceño, y no sé si es por mí o
por la conversación.
—Tú hazlos pasar y déjalos solos. ¿Entendido, Mia? —dice entre dientes,
poniendo los ojos en blanco—. Bien.
Le hago una señal de que la comida está lista, y él me sonríe y asiente.
—Nos vemos luego. —Cuelga—. ¿Una llamada más? —pregunta.
—Claro.
—Este vestido es muy corto —añade.
—¿Te gusta?
Doy una vuelta frente a él. Es una de las compras de Caroline Acton. Un
vestido veraniego de color turquesa, que seguramente sería más apropiado para ir a la
playa, pero hoy hace un día precioso en muchos sentidos. Él frunce el ceño y yo me
pongo pálida.
—Estás fantástica, Ana. Pero no quiero que nadie más te vea así.
—¡Oh! —le digo en tono de reproche—. Estamos en casa, Christian. Solo
está el personal.
Tuerce el gesto y, o bien intenta disimular su buen humor, o realmente no le
hace ninguna gracia. Pero al final asiente, ratificándose. Yo le miro sin dar crédito…
¿de verdad lo dice en serio? Regreso a la cocina.
Cinco minutos después, vuelvo a tenerle enfrente, con el teléfono en la
mano.
—Ray quiere hablar contigo —murmura con una mirada cauta.
Me quedo sin respiración de golpe. Cojo el teléfono y cubro el micrófono.
—¡Se lo has contado! —siseo.
Christian asiente, y abre mucho los ojos ante mi angustiado semblante.
¡Oh, no! Inspiro profundamente.
—Hola, papá.
—Christian acaba de preguntarme si puede casarse contigo —dice Ray.
Se hace el silencio entre los dos mientras pienso desesperadamente qué
puedo decir. Ray sigue callado como suele hacer, sin darme ninguna pista sobre su
reacción ante la noticia. Me decido por fin.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Le he dicho que quería hablar contigo. Es bastante repentino, ¿no crees,
Annie? Hace muy poco que le conoces. Quiero decir que es un buen tío, le gusta la
pesca y todo eso, pero… ¿tan pronto? —dice en un tono tranquilo y comedido.
—Sí. Es repentino… espera un momento.
Me alejo a toda prisa de la zona de la cocina y de la mirada ansiosa de
Christian, y voy hacia el ventanal. Las puertas que dan al balcón están abiertas, y salgo
a la luz del sol. No puedo acercarme al borde. Está demasiado alto.
—Ya sé que es muy repentino y todo eso… pero, bueno, yo le quiero. Él me
quiere. Quiere casarse conmigo, y sé que es el hombre de mi vida.
Me ruborizo, pensando que seguramente esta sea la conversación más
íntima que he mantenido con mi padrastro.
Ray permanece en silencio al otro lado del teléfono.
—¿Se lo has dicho a tu madre?
—No.
—Annie… ya sé que es muy rico y muy buen partido, pero… ¿casarse? Es
un paso muy importante. ¿Estás convencida?
—Él me da toda la felicidad que busco —susurro.
—Uf —dice Ray al cabo de un momento, en un tono más suave.
—Él lo es todo.
—Annie, Annie, Annie. Eres una jovencita muy testaruda. Espero de
corazón que sepas lo que haces. ¿Me lo vuelves a pasar, por favor?
—Claro, papá, ¿y tú me acompañarás al altar? —pregunto en voz baja.
—Oh, cariño. —Se le quiebra la voz, y se queda callado un buen rato. Y
mis ojos se llenan de lágrimas al comprobar lo emocionado que está—. Nada me haría
más feliz —dice finalmente.
Oh, Ray. Te quiero tanto… Trago saliva para no llorar.
—Gracias, papá. Te vuelvo a pasar a Christian. Sé cariñoso con él. Le amo
—susurro.
Creo que Ray sonríe al otro lado de la línea, pero es difícil decirlo. Con
Ray siempre es difícil.
—Cuenta con ello, Annie. Y ven a visitar a este viejo y tráete a Christian.
Vuelvo a la sala, enfadada con Christian por no haberme avisado, y le paso
el teléfono con un gesto que le hace saber lo molesta que estoy. Él lo coge de buen
humor y regresa al estudio.
Dos minutos después reaparece.
—Tengo la bendición un tanto reticente de tu padrastro —dice
orgullosamente, tanto, de hecho, que me da la risa y él me sonríe.
Se comporta como si acabara de negociar una fusión o una adquisición
importantísima, lo cual, supongo, en cierto sentido ha hecho.
* * *
—Vaya, eres muy buena cocinera, mujer.
Christian se traga el último bocado y alza la copa de vino. Yo me ruborizo
por el halago, y se me ocurre que solo podré cocinar para él los fines de semana.
Frunzo el ceño. A mí me encanta cocinar. Quizá debería hacerle un pastel de
cumpleaños. Consulto el reloj. Aún tengo tiempo.
—¿Ana? —Christian interrumpe mis pensamientos—. ¿Por qué me pediste
que no te hiciera fotos?
Su pregunta me inquieta, sobre todo porque utiliza un tono de voz
aparentemente dulce.
Oh… no. Las fotos. Miro fijamente mi plato vacío y entrelazo los dedos en
el regazo. ¿Qué puedo decir? Me prometí a mí misma que no mencionaría que encontré
su versión de Penthouse Pets.
—Ana —dice bruscamente—. ¿Qué pasa?
Su voz me sobresalta, obligándome a mirarle. ¿Cómo he podido llegar a
pensar que ya no me intimidaba?
—Encontré tus fotos —susurro.
Christian abre los ojos, conmocionado.
—¿Has entrado en la caja fuerte? —pregunta, incrédulo.
—¿Caja fuerte? No. No sabía que tuvieras una.
Frunce el ceño.
—No lo entiendo.
—En tu vestidor. La caja. Estaba buscando tu corbata, y la caja estaba
debajo de los vaqueros… esos que llevas normalmente en el cuarto de juegos. Menos
hoy.
Y me ruborizo.
Me mira con la boca abierta, horrorizado, y se pasa nerviosamente la mano
por el cabello mientras procesa la información. Se frota la barbilla, sumido en sus
pensamientos, pero no puede ocultar la perplejidad y el enojo impresos en su cara.
Sacude la cabeza abruptamente, exasperado —pero también divertido—, y una ligera
sonrisa de admiración aflora en la comisura de su boca. Junta las manos frente a sí y
vuelve a dedicarme toda su atención.
—No es lo que piensas. Me había olvidado por completo de ellas. Alguien
ha cambiado la caja de sitio. Esas fotos deberían estar en la caja fuerte.
—¿Quién las cambió de sitio? —murmuro.
Él traga saliva.
—Solo pudo hacerlo una persona.
—Oh. ¿Quién? ¿Y qué quieres decir con «No es lo que piensas»?
Él suspira y ladea la cabeza, y creo que está avergonzado. ¡Debería
estarlo!, me increpa mi subconsciente.
—Esto te va a sonar frío, pero… hay una póliza de seguros —susurra, y se
pone tenso a la espera de mi respuesta.
—¿Una póliza de seguros?
—Contra la exhibición pública de esas fotos.
De repente caigo en la cuenta y me siento incómoda y un tanto idiota.
—Oh —musito, porque no se me ocurre qué decir. Cierro los ojos. Aquí
están de nuevo: las cincuenta sombras de su vida destrozada, aquí y ahora—. Sí.
Tienes razón —digo con un hilo de voz—. Suena muy frío.
Me levanto para recoger los platos. No quiero saber nada más.
—Ana.
—¿Lo saben ellas? ¿Las chicas… las sumisas?
Él frunce el ceño.
—Claro que lo saben.
Ah, bueno, algo es algo. Alarga una mano para cogerme y atraerme hacia él.
—Esas fotos deberían estar en la caja fuerte. No son para ningún fin
recreativo. —Hace una pausa—. Quizá lo fueron en un principio, cuando se hicieron.
Pero… —Se calla y me mira suplicante—. No significan nada.
—¿Quién las puso en tu vestidor?
—Solo pudo haber sido Leila.
—¿Ella sabe la combinación de tu caja fuerte?
Él se encoge de hombros.
—No me sorprendería. Es una combinación muy larga, que casi nunca uso.
Es el único número que tengo anotado y que nunca he cambiado. —Sacude la cabeza—.
Me pregunto qué más sabrá Leila y si habrá sacado alguna otra cosa de allí. —Frunce
el ceño y vuelve a mirarme—. Mira, destruiré las fotos. Ahora mismo si quieres.
—Son tus fotos, Christian. Haz lo que quieras con ellas —musito.
—No seas así —dice, sosteniéndome la cabeza entre las manos y
mirándome a los ojos—. Yo no quiero esa vida. Quiero nuestra vida, juntos.
Santo Dios. ¿Cómo sabe que bajo mi horror ante esas fotos se oculta toda
mi paranoia?
—Creía que habíamos exorcizado todos esos fantasmas esta mañana, Ana.
Yo lo siento así, ¿tú no?
Le miro fijamente, recordando esa mañana tan, tan placentera y romántica,
descaradamente lasciva, en su cuarto de juegos.
—Sí. —Sonrío—. Yo también siento lo mismo.
—Bien. —Se inclina hacia delante, me besa y me rodea con sus brazos—.
Las romperé —murmura—. Y luego tengo que ir a trabajar. Lo siento, nena, pero tengo
un montón de asuntos de negocios esta tarde.
—No pasa nada. Yo tengo que llamar a mi madre. —Hago una mueca—. Y
después quiero comprar algunas cosas y hacerte un pastel.
Él sonríe de oreja a oreja y sus ojos se iluminan como los de un chiquillo.
—¿Un pastel?
Asiento.
—¿Un pastel de chocolate?
—¿Tú quieres un pastel de chocolate?
Su sonrisa es contagiosa. Asiente.
—Veré lo que puedo hacer, señor Grey.
Y vuelve a besarme.
* * *
Carla se queda muda por la sorpresa.
—Mamá, di algo.
—No estarás embarazada, ¿verdad, Ana? —murmura, horrorizada.
—No, no, no es nada de eso.
La desilusión me parte el corazón, y me entristece que pueda pensar eso de
mí. Pero luego recuerdo, con mayor decepción si cabe, que ella estaba embarazada de
mí cuando se casó con mi padre.
—Perdona, cielo. Pero es que todo esto es tan repentino. Quiero decir que
Christian es muy buen partido, pero tú eres muy joven, y deberías ver antes un poco de
mundo.
—Mamá, ¿no puedes alegrarte por mí sin más? Yo le quiero.
—Es que necesito acostumbrarme a la idea, cariño. Me has dejado de
piedra. En Georgia ya noté que había algo muy especial entre vosotros, pero el
matrimonio…
En Georgia él quería que yo fuera su sumisa, pero eso no se lo voy a decir a
ella.
—¿Habéis fijado la fecha?
—No.
—Ojalá tu padre estuviera vivo —susurra.
Oh, no… esto no. Ahora no.
—Lo sé, mamá. A mí también me hubiera gustado conocerle.
—Solo te tuvo en brazos una vez, y estaba tan orgulloso. Pensaba que eras
la niña más preciosa del mundo.
Y relata la vieja historia familiar con un hilillo quejumbroso de voz… una
vez más. Va a echarse a llorar.
—Lo sé, mamá.
—Y luego murió —dice con un leve sollozo, y sé que el recuerdo la ha
afligido, como pasa siempre.
—Mamá —susurro, sintiendo ganas de traspasar el teléfono y poder
abrazarla.
—Soy una vieja tonta —musita, y vuelve a dejar escapar otro sollozo—.
Claro que me alegro mucho por ti, cariño. ¿Ray lo sabe? —añade.
Parece que ha recuperado la compostura.
—Christian acaba de pedírselo.
—Oh, qué tierno. Bien.
La noto melancólica, pero está haciendo un esfuerzo.
—Sí, lo ha sido —murmuro.
—Ana, cielo, te quiero muchísimo. Y me alegro mucho por ti. Y tenéis que
venir a verme, los dos.
—Sí, mamá. Yo también te quiero.
—Bob me está llamando. Tengo que colgar. Ya me dirás la fecha. Tenemos
que planear… ¿será una boda por todo lo alto?
Una boda por todo lo alto. Oh, Dios. Ni siquiera había pensado en eso.
¿Una gran boda? No, yo no quiero una gran boda.
—Todavía no lo sé. En cuanto lo sepa te llamo.
—Bien. Y ve con cuidado. Aún tenéis que disfrutar mucho juntos… ya
habrá tiempo para tener hijos.
¡Hijos! Mmm… y ahí está otra vez: una alusión, no muy sutil, al hecho de
que ella me tuvo muy joven.
—Mamá, yo no te arruiné la vida, ¿verdad?
Ella sofoca un gemido.
—Oh, no, Ana, yo nunca pensé eso. Tú fuiste lo mejor que nos pasó en la
vida a tu padre y a mí. Pero me gustaría que él estuviera aquí para verte tan adulta y a
punto de casarte.
Vuelve a ponerse nostálgica y llorosa.
—A mí también me gustaría. —Muevo la cabeza, pensando en mi mítico
padre—. Te dejo, mamá. Ya volveré a llamarte.
—Te quiero, cariño.
—Yo también, mamá. Adiós.
* * *
Trabajar en la cocina de Christian es algo de ensueño. Para ser un hombre
que no sabe nada de tareas culinarias, se diría que lo tiene todo. Sospecho que a la
señora Jones también le gusta la cocina. Lo único que necesito ahora es chocolate de
buena calidad para el glaseado. Dejo las dos mitades del pastel sobre una rejilla para
que se enfríen, cojo el bolso y asomo la cabeza por la puerta del estudio de Christian.
Está concentrado en la pantalla del ordenador. Levanta la vista y me mira.
—Voy un momento a la tienda a buscar unos ingredientes.
—Vale.
Frunce el ceño.
—¿Qué pasa?
—¿Piensas ponerte unos vaqueros o algo?
Oh, por favor…
—Solo son piernas, Christian.
Me mira fijamente, muy serio. Esto acabará en pelea. Y es su cumpleaños.
Le dirijo una mirada exasperada, sintiéndome como una adolescente descarriada.
—¿Y si estuviéramos en la playa? —pregunto, optando por otra táctica.
—No estamos en la playa.
—Si estuviéramos en la playa, ¿protestarías?
Se queda pensando en ello un momento.
—No —se limita a responder.
Abro muchos los ojos y le sonrío, satisfecha.
—Bueno, pues imagínate que lo estamos. Hasta luego.
Me doy la vuelta y salgo disparada hacia el vestíbulo. Consigo llegar al
ascensor antes de que me atrape. Cuando se cierran las puertas, le hago un gesto de
despedida y le sonrío con cariño, mientras él me mira impotente, con los ojos
entornados, pero afortunadamente de buen humor. Sacude la cabeza con gesto de
exasperación, y luego dejo de verle.
Oh, ha sido emocionante. La adrenalina palpita en mis venas, y tengo la
sensación de que el corazón se me va a salir del pecho. Pero, a medida que el ascensor
baja, mi ánimo también desciende. Maldita sea… ¿qué he hecho?
He despertado a la fiera. Se enfadará conmigo cuando vuelva. Mi
subconsciente me mira fijamente por encima de sus gafas de media luna, con una vara
de sauce en la mano. Oh, no. Pienso en la poca experiencia que tengo con los hombres.
Yo nunca he vivido con un hombre… bueno, excepto con Ray pero, por alguna razón,
él no cuenta. Es mi padre… bueno, el hombre a quien considero mi padre.
Y ahora tengo a Christian. En realidad, él nunca ha vivido con nadie, creo.
Tengo que preguntárselo… si es que todavía me habla.
No obstante creo firmemente que tengo que vestirme como yo quiera.
Recuerdo sus normas. Sí, esto debe de ser muy duro para él, pero también tengo
clarísimo que este vestido lo pagó él. Debería haber dejado instrucciones más claras
en Neimans: ¡nada demasiado corto!
Este vestido no es tan corto, ¿no? Lo compruebo en el gran espejo de la
entrada. Maldita sea. Sí, lo es, pero ya he tomado mi decisión. Y sin duda tendré que
enfrentarme a las consecuencias. Me pregunto vagamente qué hará él, pero primero
tengo que sacar dinero.
Me quedo mirando el comprobante del cajero automático: 51.689,16
dólares. ¡Hay cincuenta mil dólares de más! «Anastasia, si aceptas mi proposición, tú
también vas a tener que aprender a ser rica.» Y ya está empezando. Cojo mis míseros
cincuenta dólares y me encamino hacia la tienda.
* * *
Cuando vuelvo, voy directamente a la cocina, sin poder evitar un escalofrío
de alarma. Christian sigue en su estudio. Vaya. Lleva ahí encerrado casi toda la tarde.
Decido que la mejor opción es enfrentarme a él y comprobar cuanto antes la gravedad
de lo que he hecho. Me acerco con cautela a la puerta de su estudio. Está al teléfono,
mirando por la ventana.
—¿Y el especialista de Eurocopter vendrá el lunes por la tarde?… Bien.
Mantenme informado. Diles que necesito sus primeras conclusiones el lunes a última
hora o el martes por la mañana.
Cuelga y da la vuelta a la silla, pero al verme se queda quieto, con gesto
impasible.
—Hola —musito.
Él no dice nada, y se me cae el corazón a los pies. Entro con cuidado en su
estudio y me acerco a la mesa donde está sentado. Él sigue sin decir nada, y no deja de
mirarme a los ojos. Me quedo de pie frente a él, sintiéndome ridícula de cincuenta mil
formas distintas.
—He vuelto. ¿Estás enfadado conmigo?
Él suspira y me coge de la mano. Me atrae hacia él, me sienta en su regazo
de un tirón y me rodea con sus brazos. Hunde la nariz en mi cabello.
—Sí —dice.
—Perdona. No sé lo que me ha pasado.
Me acurruco en su regazo, aspiro su celestial aroma a Christian y me siento
segura, pese a saber que está enfadado.
—Yo tampoco. Vístete como quieras —murmura. Sube la mano por mi
pierna desnuda hasta el muslo—. Además, este vestido tiene sus ventajas.
Se inclina para besarme y nuestros labios se rozan. La pasión, o la lujuria,
o una necesidad profundamente arraigada de hacer las paces, me invade, y el deseo me
inflama la sangre. Le cojo la cabeza entre las manos y sumerjo los dedos en su cabello.
Él gime y su cuerpo responde, y me mordisquea con avidez el labio inferior… el
cuello, la oreja, e invade mi boca con su lengua, y antes de que me dé cuenta se baja la
cremallera de los pantalones, me coloca a horcajadas sobre su regazo y me penetra. Yo
me agarro al respaldo de la silla, mis pies apenas tocan el suelo… y empezamos a
movernos.
* * *
—Me gusta tu forma de pedir perdón —musita con los labios sobre mi
pelo.
—Y a mí la tuya —digo con una risita, y me acurruco contra su pecho—.
¿Has terminado?
—Por Dios, Ana, ¿quieres más?
—¡No! De trabajar.
—Aún me queda una media hora. He oído tu mensaje en el buzón de voz.
—Es de ayer.
—Parecías preocupada.
Le abrazo fuerte.
—Lo estaba. No es propio de ti no contestar a las llamadas.
Me besa el cabello.
—Tu pastel ya estará listo dentro de media hora.
Le sonrío y bajo de su regazo.
—Me hace mucha ilusión. Cuando estaba en el horno olía
maravillosamente, incluso evocador.
Le sonrío con timidez, un poco avergonzada, y él responde con idéntica
expresión. Vaya, ¿realmente somos tan distintos? Quizá esto le traiga recuerdos de la
infancia. Me inclino hacia delante, le doy un beso fugaz en la comisura de los labios y
me voy a la cocina.
* * *
Cuando le oigo salir del estudio, ya lo tengo todo preparado, y enciendo la
solitaria vela dorada de su pastel. Él me dedica una sonrisa radiante mientras se acerca
muy despacio, y yo le canto bajito «Cumpleaños feliz». Luego se inclina y sopla con
los ojos cerrados.
—He pedido un deseo —dice cuando vuelve a abrirlos, y por alguna razón
su mirada hace que me sonroje.
—El glaseado aún está blando. Espero que te guste.
—Estoy impaciente por probarlo, Anastasia —murmura, haciendo que
suene muy sensual.
Corto una porción para cada uno, y procedemos a comérnoslo con
tenedores de postre.
—Mmm —dice con un gruñido de satisfacción—. Por esto quiero casarme
contigo.
Yo me echo a reír, aliviada… Le gusta.
* * *
—¿Lista para enfrentarte a mi familia?
Christian para el motor del R8. Hemos aparcado en el camino de entrada a
la casa de sus padres.
—Sí. ¿Vas a decírselo?
—Por supuesto. Tengo muchas ganas de ver cómo reaccionan.
Me sonríe maliciosamente y sale del coche.
Son las siete y media, y aunque el día ha sido cálido, sopla una fresca brisa
vespertina procedente de la bahía. Me envuelvo con el chal y bajo del coche. Llevo un
vestido de cóctel verde esmeralda que encontré esta mañana cuando rebuscaba en el
armario. Tiene un cinturón ancho a juego. Christian me da la mano, y vamos hacia la
puerta principal. Carrick la abre de par en par antes de que llamemos.
—Hola, Christian. Feliz cumpleaños, hijo.
Coge la mano que Christian le ofrece, pero tira de ella y le sorprende con
un breve abrazo.
—Esto… gracias, papá.
—Ana, estoy encantado de volver a verte.
Me abraza también, y entramos en la casa detrás de él.
Antes de poner los pies en el salón, vemos a Kate que viene hacia nosotros
con paso enérgico por el pasillo. Parece indignada.
¡Oh, no!
—¡Vosotros dos! Quiero hablar con vosotros ahora mismo —nos suelta,
con su tono de «Más os vale no engañarme».
Nerviosa, miro de reojo a Christian. Él se encoge de hombros, decide
seguirle la corriente y entramos detrás de ella en el comedor, dejando a Carrick
perplejo en el umbral del salón. Ella cierra la puerta de golpe y se vuelve hacia mí.
—¿Qué coño es esto? —masculla, agitando una hoja de papel frente a mí.
Completamente desconcertada, la cojo y le echo un rápido vistazo. Se me
seca la boca. Oh, Dios. Es mi e-mail de respuesta a Christian sobre el tema del
contrato.