Me desperezo buscando a Christian instintivamente, pero no está. ¡Mierda! Me despierto de golpe y miro
ansiosa por el camarote. Christian me está observando desde el silloncito tapizado que hay junto a la
cama. Se agacha y deja algo en el suelo. Después se acerca y se tumba en la cama conmigo. Lleva unos
vaqueros cortados y una camiseta gris.
—No te asustes. Todo está bien —me dice con voz suave y tranquilizadora, como si hablara con un animal
acorralado.
Con ternura me aparta el pelo de la cara y yo me calmo al instante. Veo que intenta ocultar su propia
preocupación, pero no lo consigue.
—Has estado tan nerviosa estos últimos días… —me dice con mirada seria.
—Estoy bien, Christian. —Le ofrezco la mejor de mis sonrisas porque no quiero que sepa lo preocupada
que estoy por el incendio. Los dolorosos recuerdos sobre cómo me sentí cuando Charlie Tango fue saboteado
y Christian desapareció (el enorme vacío, el dolor indescriptible) siguen encontrando la forma de salir a la
superficie; esos recuerdos me persiguen y se aferran a mi corazón. Sin dejar de sonreír trato de reprimirlos—.
¿Estabas observándome mientras dormía?
—Sí —responde—. Estabas hablando.
—¿Ah, sí?
Mierda. ¿Y qué decía?
—Estás preocupada —añade con la mirada llena de angustia. ¿No puedo ocultarle nada a este hombre? Se
inclina y me besa entre las cejas—. Cuando frunces el ceño, te sale una V justo aquí. Es un sitio suave para
darte un beso. No te preocupes, nena, yo te cuidaré.
—No estoy preocupada por mí. Es por ti —reconozco a regañadientes—. ¿Quién te cuida a ti?
—Yo soy lo bastante mayor y lo bastante feo para cuidarme solo. —Sonríe indulgente—. Ven. Levántate.
Hay algo que quiero que hagamos antes de volver a casa. —Me sonríe con una sonrisa amplia de niño grande
que dice «sí, es verdad que solo tengo veintiocho» y me da un azote. Doy un respingo, sorprendida, y de
repente me doy cuenta de que hoy volvemos a Seattle y me invade la melancolía. No quiero irme. Me ha
encantado estar con él las veinticuatro horas todos los días y todavía no estoy preparada para compartirlo con
sus empresas y su familia. Hemos tenido una luna de miel perfecta, con algún que otro altibajo, tengo que
admitir, pero eso es normal en una pareja recién casada, ¿no?
Pero Christian no puede contener su entusiasmo infantil y, a pesar de mis oscuros pensamientos, acaba
contagiándome. Cuando se levanta con agilidad de la cama le sigo intrigada. ¿Qué tendrá en mente?
Christian me ata la llave a la muñeca.
—¿Quieres que conduzca yo?
—Sí. —Christian me sonríe—. ¿Te la he apretado demasiado?
—No, está bien. ¿Por eso llevas chaleco salvavidas? —pregunto arqueando una ceja.
—Sí.
No puedo evitar reírme.
—Veo que tiene mucha confianza en mis habilidades como conductora, señor Grey.
—La misma de siempre, señora Grey.
—Vale, no me des lecciones.
Christian levanta las manos en un gesto defensivo, pero está sonriendo.
—No me atrevería.
—Sí, sí te atreverías y sí lo haces. Y aquí no podemos aparcar y ponernos a discutir en la acera.
—Cuánta razón tiene, señora Grey. ¿Nos vamos a quedar aquí todo el día hablando de tu capacidad de
conducción o nos vamos a divertir un rato?
—Cuánta razón tiene, señor Grey.
Cojo el manillar de la moto de agua y me subo. Christian sube detrás de mí y empuja con la pierna para
alejarnos del yate. Taylor y dos de los tripulantes nos miran divertidos. Mientras avanzamos flotando,
Christian me rodea con los brazos y aprieta sus muslos contra los míos. Sí, eso es lo que a mí me gusta de este
medio de transporte… Meto la llave en el contacto y pulso el botón de encendido. El motor cobra vida con un
rugido.
—¿Preparado? —le grito a Christian por encima del ruido.
—Todo lo que puedo estar —dice con la boca cerca de mi oído.
Aprieto el acelerador con suavidad y la moto se aleja del Fair Lady demasiado tranquilamente para mi
gusto. Christian me abraza más fuerte. Acelero un poco más y salimos disparados hacia delante. Me quedo
sorprendida y encantada de que no nos quedemos parados al poco tiempo.
—¡Uau! —grita Christian desde detrás de mí y la euforia en su voz es evidente. Pasamos a toda velocidad
junto al yate en dirección a mar abierto. Estamos anclados frente a Saint-Laurent-du-Var y Niza. El
aeropuerto de Niza Costa Azul se ve en la distancia y parece construido en medio del Mediterráneo. He oído
el ruido de los aviones al aterrizar desde que llegamos anoche. Y ahora quiero echar un vistazo más de cerca.
Vamos a toda velocidad hacia allí, saltando sobre las olas. Me encanta y estoy emocionada por que
Christian me haya dejado conducir. Todas las preocupaciones que he sentido los últimos dos días
desaparecen mientras surcamos el agua hacia el aeropuerto.
—La próxima vez que hagamos esto, tendremos dos motos de agua —me grita Christian. Sonrío al pensar
en hacer una carrera con él; suena emocionante.
Mientras cruzamos el fresco mar azul en dirección a lo que parece el final de una pista de aterrizaje, el
estruendo de un jet que pasa justo por encima de nuestras cabezas preparándose para aterrizar me sobresalta.
Suena tan alto que me entra el pánico y giro bruscamente a la vez que aprieto el acelerador pensando que es
el freno.
—¡Ana! —grita Christian, pero es demasiado tarde. Salgo volando por encima de la moto con los brazos y
las piernas sacudiéndose en el aire, arrastrando a Christian conmigo y aterrizando con una salpicadura
espectacular.
Entro en el mar cristalino gritando y trago una buena cantidad de agua del Mediterráneo. El agua está fría a
esta distancia de la costa, pero salgo de nuevo a la superficie en un segundo gracias al chaleco salvavidas.
Tosiendo y escupiendo me quito el agua salada de los ojos y busco a Christian a mi alrededor. Ya está
nadando hacia mí. La moto de agua flota inofensiva a unos metros de nosotros con el motor en silencio.
—¿Estás bien? —Sus ojos están llenos de pánico cuando llega hasta mí.
—Sí —digo con la voz quebrada por la euforia. ¿Ves, Christian? Esto es lo peor que te puede pasar con
una moto de agua. Me acerca a su cuerpo para abrazarme y después me coge la cabeza entre las manos para
examinar mi cara de cerca—. ¿Ves? No ha sido para tanto —le digo sonriendo en el agua.
Por fin él también me sonríe, claramente aliviado.
—No, supongo que no. Pero estoy mojado —gruñe en un tono juguetón.
—Yo también estoy mojada.
—A mí me gustas mojada —afirma con una mirada lujuriosa.
—¡Christian! —le regaño tratando de fingir justa indignación. Él sonríe, guapísimo, y después se acerca y
me da un beso apasionado. Cuando se aparta, estoy sin aliento.
—Vamos. Volvamos. Ahora tenemos que ducharnos. Esta vez conduzco yo.
Haraganeamos en la sala de espera de primera clase de British Airways en el aeropuerto de Heathrow a las
afueras de Londres, esperando el vuelo de conexión que nos llevará de vuelta a Seattle. Christian está
enfrascado en el Financial Times. Yo saco su cámara porque me apetece hacerle unas cuantas fotos. Está tan
sexy con su camisa de lino blanca de marca, los vaqueros y las gafas de aviador colgando de la abertura de la
camisa… El flash de la cámara le sorprende. Parpadea un par de veces y me sonríe con su sonrisa tímida.
—¿Qué tal está, señora Grey? —me pregunta.
—Triste por volver a casa —le digo—. Me gusta tenerte para mí sola.
Me coge la mano y se la lleva a los labios para darme un suave beso en los nudillos.
—A mí también.
—¿Pero? —le pregunto porque he oído esa palabra al final de su frase, aunque no ha llegado a
pronunciarla.
Frunce el ceño.
—¿Pero? —repite con aire de falsedad. Ladeo la cabeza y le miro con la expresión de «dímelo» que he ido
perfeccionando durante los dos últimos días. Suspira y deja el periódico.
—Quiero que cojan a ese pirómano para que podamos vivir nuestra vida en paz.
—Ah. —Me parece lógico, pero me sorprende su sinceridad.
—Voy a hacer que me traigan las pelotas de Welch en una bandeja si permite que vuelva a pasar algo
como esto.
Un escalofrío me recorre la espalda al oír su tono amenazador. Me mira impasible y no sé si está intentando
ser frívolo. Hago lo único que se me ocurre para rebajar la repentina tensión que hay entre nosotros: levanto
la cámara y le saco otra foto.
—Vamos, bella durmiente, ya hemos llegado —me susurra Christian.
—Mmm… —murmuro sin ganas de abandonar el sensual sueño que estaba teniendo: Christian y yo sobre
un mantel de picnic en Kew Gardens.
Estoy tan cansada… Viajar es agotador, incluso en primera clase. Llevamos más de dieciocho horas de
viaje. Estoy tan exhausta que he perdido la cuenta. Oigo que abren mi puerta y que Christian se inclina sobre
mí. Me desabrocha el cinturón y me coge en brazos, me despierta del todo.
—Oye, que puedo andar —protesto todavía medio dormida.
Él ríe.
—Tengo que cruzar el umbral contigo en brazos.
Le rodeo el cuello con los míos.
—¿Y me vas a subir en brazos los treinta pisos? —le desafío con una sonrisa.
—Señora Grey, me alegra comunicarle que ha engordado un poco.
—¿Qué?
Sonríe.
—Así que, si no te importa, cogeremos el ascensor. —Entorna los ojos, aunque sé que está bromeando.
Taylor abre la puerta del vestíbulo del Escala y sonríe.
—Bienvenidos a casa, señor y señora Grey.
—Gracias, Taylor —le dice Christian.
Le dedico a Taylor una breve sonrisa y veo que vuelve al Audi, donde Sawyer espera tras el volante.
—¿Dices en serio lo de que he engordado? —pregunto mirando fijamente a Christian.
Su sonrisa se hace más amplia y me acerca más a su pecho mientras me lleva por el vestíbulo.
—Un poco, pero no mucho —me asegura pero su cara se oscurece de repente.
—¿Qué pasa? —Intento mantener la alarma de mi voz bajo control.
—Has recuperado el peso que perdiste cuando me dejaste —dice en voz baja mientras llama al ascensor.
Una expresión lúgubre cruza por su cara.
Esa angustia repentina y sorprendente me llega al corazón.
—Oye… —Le cojo la cara con las manos y deslizo los dedos entre su pelo, acercándolo a mí—. Si no me
hubiera ido, ¿estarías aquí, así, ahora?
Sus ojos se funden y toman el color de una nube de tormenta. Sonríe con su sonrisa tímida, mi sonrisa
favorita.
—No —reconoce y entra en el ascensor conmigo aún en brazos. Se inclina y me da un beso suave—. No,
señora Grey, no. Pero sabría que puedo mantenerte segura porque tú no me desafiarías.
Parece vagamente arrepentido… ¡Mierda!
—Me gusta desafiarte —aventuro poniéndole a prueba.
—Lo sé. Y eso me hace sentir tan… feliz. —Me sonríe a pesar de su desconcierto.
Oh, gracias a Dios.
—¿Aunque esté gorda?
Ríe.
—Aunque estés gorda.
Me besa de nuevo, más apasionadamente esta vez, y yo cierro las manos en su pelo, apretándole contra mí.
Nuestras lenguas se entrelazan en un baile lento y sensual. Cuando el ascensor suena y se para en el ático, los
dos estamos sin aliento.
—Muy feliz —murmura.
Su sonrisa es más sombría ahora y sus ojos entornados ocultan una promesa lasciva. Sacude la cabeza para
recuperar la compostura y me lleva hasta el vestíbulo.
—Bienvenida a casa, señora Grey. —Vuelve a besarme, más castamente, y me dedica la sonrisa patentada
de Christian Grey con todos sus gigavatios. Los ojos le bailan de alegría.
—Bienvenido a casa, señor Grey. —Yo también sonrío con el corazón lleno de felicidad.
Creía que Christian me iba a bajar aquí, pero no. Me lleva a través del vestíbulo, por el pasillo hasta el
salón, y después me deposita sobre la isla de la cocina, donde me quedo sentada con las piernas colgando.
Coge dos copas de champán del armario de la cocina y una botella de champán frío de la nevera: Bollinger,
nuestro favorito. Abre con destreza la botella sin derramar una gota, vierte el champán rosa pálido en las
copas y me pasa una. Coge la otra, me abre las piernas y se acerca para quedarse de pie entre ellas.
—Por nosotros, señora Grey.
—Por nosotros, señor Grey —susurro consciente de mi sonrisa tímida. Brindamos y le doy un sorbo.
—Sé que estás cansada —me dice acariciándome la nariz con la suya—. Pero tengo muchas ganas de ir a
la cama… y no para dormir. —Me besa la comisura de los labios—. Es nuestra primera noche aquí y ahora
eres mía de verdad… —Su voz se va apagando mientras empieza a besarme la garganta. Es por la noche en
Seattle y estoy exhausta, pero el deseo empieza a despertarse en mi vientre.
Christian duerme plácidamente a mi lado mientras yo observo las franjas rosas y doradas del nuevo amanecer
entrando por las enormes ventanas. Tiene el brazo cubriéndome los pechos y yo intento acompasar mi
respiración con la suya para volver a dormirme, pero es imposible. Estoy completamente despierta; mi reloj
interno lleva la hora de Greenwich y la mente me va a mil por hora.
Han pasado tantas cosas en las últimas tres semanas (más bien en los últimos tres meses) que me siento
como en una nube. Aquí estoy ahora, la señora de Christian Grey, casada con el millonario más delicioso,
sexy, filántropo y absurdamente rico que pueda encontrar una mujer. ¿Cómo ha podido pasar todo tan
rápido?
Me giro para ponerme de lado y poder mirarle. Sé que él me observa mientras duermo, pero yo no suelo
tener oportunidad de hacer lo mismo. Se ve joven y despreocupado cuando duerme, con las largas pestañas
rozándole las mejillas, un principio de barba cubriéndole la mandíbula y sus labios bien definidos un poco
separados; está relajado y respira profundamente. Quiero besarle, meter mi lengua entre esos labios, rozarle
con los dedos esa barba que ya pincha. Tengo que esforzarme para reprimir la necesidad de tocarle y
perturbarle el sueño. Mmm… Podría morderle y chuparle el lóbulo de la oreja. Mi subconsciente me mira por
encima de las gafas porque la he distraído en su lectura de las obras completas de Charles Dickens y me
reprende mentalmente: Deja en paz al pobre hombre, Ana.
Regreso al trabajo el lunes. Nos queda el día de hoy para volver a adaptarnos a la rutina. Va a ser raro no
ver a Christian durante todo el día después de pasar casi todo el tiempo juntos durante las últimas tres
semanas. Me tumbo de nuevo y miro al techo. Alguien podría pensar que pasar tanto tiempo juntos tiene que
ser asfixiante, pero no es nuestro caso. He sido feliz todos y cada uno de los minutos que he compartido con
él, incluso cuando hemos discutido. Todos… excepto cuando nos enteramos del incendio en las oficinas de la
empresa.
Se me hiela la sangre. ¿Quién podría querer hacer daño a Christian? Mi mente vuelve a intentar resolver el
misterio. ¿Alguien del trabajo? ¿Una ex? ¿Un empleado descontento? No tengo ni idea y Christian no dice
una palabra al respecto; solo me desvela la mínima información posible con la excusa de protegerme. Suspiro.
Mi caballero de la brillante armadura blanca y negra siempre intentando protegerme. ¿Cómo voy a conseguir
que se abra un poco más?
Se mueve y yo me quedo muy quieta porque no quiero despertarle, pero mi buena intención tiene el efecto
opuesto. ¡Mierda! Dos ojos grises me miran fijamente.
—¿Qué ocurre?
—Nada. Vuelve a dormirte. —Trato de sonreír con tranquilidad. Él se estira, se frota la cara y me sonríe.
—¿Jet lag? —me pregunta.
—¿Eso es lo que me pasa? No puedo dormir.
—Tengo el remedio universal justo aquí y solo para ti, nena. —Me sonríe como un niño y eso me hace
poner los ojos en blanco y reírme al mismo tiempo. Un segundo después hundo los dientes en el lóbulo de su
oreja y mis oscuros pensamientos quedan relegados.
Christian y yo vamos por la interestatal 5 hacia el norte en dirección al puente de la 520 en el Audi R8.
Vamos a comer con sus padres, una comida de domingo de bienvenida. Toda la familia va a estar allí y
también vendrán Kate y Ethan. Va a resultar raro estar acompañados después de tanto tiempo solos. Casi no
he podido hablar con Christian esta mañana; se ha pasado todo el tiempo encerrado en su estudio mientras yo
deshacía las maletas. Me ha dicho que no tenía por qué hacerlo, que la señora Jones se encargaría de ello,
pero tampoco me he acostumbrado todavía a tener servicio doméstico. Acaricio distraída la tapicería de piel
para centrar mis pensamientos. No me encuentro del todo bien. ¿Sigue siendo por el jet lag? ¿O será por el
pirómano?
—¿Me dejarías conducir este coche? —le pregunto. Me sorprendo de haberlo dicho en voz alta.
—Claro. —Sonríe—. Lo mío es tuyo. Pero como le hagas una abolladura, te las verás conmigo en el
cuarto rojo del dolor. —Me lanza una mirada rápida y esboza una sonrisa maliciosa.
¡Oh! Le miro con la boca abierta. ¿Es broma o no?
—Bromeas… No me castigarías por abollar tu coche, ¿verdad? ¿Quieres más al coche que a mí? —le
provoco.
—Casi casi —me dice mientras extiende la mano para darme un apretón en la rodilla—. Pero el coche no
me calienta la cama por las noches.
—Estoy segura de que eso se puede arreglar; podrías dormir en el coche —le advierto.
Christian ríe.
—¿No llevamos en casa ni un día y ya me estás echando? —Parece encantado. Le miro y él me responde
con una sonrisa deslumbrante. Quiero enfadarme con él, pero es imposible cuando tiene este humor. Ahora
que lo pienso, ha estado más animado desde que salió del estudio esta mañana. Y me parece que yo estoy un
poco quisquillosa porque tenemos que volver a la realidad y no sé si va a volver a ser el Christian más
reservado de antes de la luna de miel o voy a conseguir que siga siendo su nueva versión mejorada.
—¿Por qué estás tan contento? —le pregunto.
Vuelve a sonreírme.
—Porque esta conversación es tan… normal.
—¡Normal! —Río mordaz—. ¡Después de tres semanas de matrimonio! Vaya…
Su sonrisa desaparece.
—Era broma, Christian —me apresuro a decir porque no quiero estropearle el buen humor. Me doy cuenta
de la poca seguridad en sí mismo que demuestra tener a veces. Sospecho que siempre ha sido así, pero que ha
ocultado esa inseguridad tras su fachada intimidatoria. Es fácil ponerle el dedo en la llaga, probablemente
porque no está acostumbrado. Eso es una revelación para mí y vuelvo a sorprenderme de todo lo que nos
queda por aprender el uno del otro—. No te preocupes, seguiré con el Saab —le digo y me giro para mirar
por la ventanilla intentando mantener a raya el mal humor.
—Oye, ¿qué te pasa?
—Nada.
—A veces eres tan exasperante, Ana… Dímelo.
Le miro y le sonrío.
—Lo mismo se puede decir de usted, señor Grey.
Frunce el ceño.
—Lo estoy intentando —dice en voz baja.
—Lo sé. Yo también. —Sonrío y mi humor mejora un poco.
Carrick está ridículo atendiendo la barbacoa con ese gorro de cocinero y el delantal que pone «Licencia para
asar». Cada vez que le miro no puedo evitar sonreír. De hecho mi humor ha mejorado considerablemente.
Estamos todos sentados alrededor de una mesa en la terraza de la casa de la familia Grey, disfrutando del sol
de finales del verano. Grace y Mia están poniendo varias ensaladas en la mesa mientras Elliot y Christian
intercambian insultos con cariño y hablan de los planos de la nueva casa y Ethan y Kate no dejan de hacerme
preguntas sobre la luna de miel. Christian no me ha soltado la mano y juguetea con mis anillos de boda y de
compromiso.
—Si consigues finalizar los detalles de los planos con Gia, tengo un hueco desde septiembre hasta
mediados de noviembre. Puedo traer a todo el equipo y ponernos con ello —le está diciendo Elliot mientras
estira el brazo y rodea los hombros de Kate, lo que la hace sonreír.
—Gia tiene que venir mañana por la noche para hablar de los planos —responde Christian—. Espero que
podamos terminar con eso entonces. —Se gira y me mira expectante.
Oh… me acabo de enterar.
—Claro. —Le sonrío sobre todo porque está su familia delante, pero vuelvo a perder el buen humor
repentinamente. ¿Por qué toma esas decisiones sin decírmelo? ¿O es por Gia (toda caderas exuberantes,
pechos grandes, ropa de diseñadores caros y perfume), que tiene la costumbre de sonreírle a mi marido
demasiado provocativamente? Mi subconsciente me mira enfadada: Él no te ha dado razones para estar
celosa. Mierda, hoy me siento como en una montaña rusa. ¿Qué me pasa?
—Ana —me llama Kate, interrumpiendo mis ensoñaciones—, ¿sigues en el sur de Francia o qué?
—Sí —le respondo con una sonrisa.
—Se te ve muy bien —dice aunque frunce el ceño a la vez.
—A los dos se os ve genial —añade Grace sonriendo mientras Elliot rellena las copas.
—Por la feliz pareja. —Carrick sonríe y levanta su copa y todos los que están sentados a la mesa se unen al
brindis.
—Y felicidades a Ethan por haber entrado en el programa de psicología en Seattle —interviene Mia
orgullosamente. Le dedica una sonrisa de adoración y Ethan le responde con otra. Me pregunto si habrá
hecho algún avance con él. Es difícil saberlo…
Escucho las conversaciones de la mesa. Christian está explicando todo el itinerario que hemos hecho estas
últimas tres semanas, dándole algunos toques aquí y allá para pintarlo todavía más bonito. Suena relajado y
parece tener controlada la situación, olvidada por un rato la preocupación por el pirómano. Pero yo parece
que no puedo librarme de mi mal humor. Pincho un poco de comida con el tenedor. Christian me dijo ayer
que estaba gorda. Pero era broma… Mi subconsciente vuelve a mirarme mal. Elliot tira accidentalmente su
copa al suelo, lo que sobresalta a todo el mundo y se produce un repentino brote de actividad para limpiarlo
todo.
—Te voy a llevar a la casita del embarcadero a darte unos azotes si no dejas ya ese mal humor y te animas
un poco —me susurra Christian.
Doy un respingo por la sorpresa, me giro y le miro con la boca abierta. ¿Qué? ¿Es broma?
—¡No te atreverás! —le digo entre dientes, pero en el fondo siento una excitación familiar que es más que
bienvenida.
Christian levanta una ceja. Claro que lo haría. Miro a Kate, al otro lado de la mesa. Nos está observando
con interés. Me vuelvo hacia Christian y entorno los ojos.
—Tendrás que cogerme primero… y hoy no llevo tacones —le advierto.
—Seguro que me lo paso bien intentándolo —asegura con una sonrisa pícara. Creo que sigue bromeando.
Me ruborizo. Y por raro que parezca, me siento algo mejor.
Cuando terminamos el postre (fresas con nata), empieza a llover de repente. Todos nos levantamos de un
salto de la mesa para recoger los platos y las copas y llevarlas a la cocina.
—Qué bien que el tiempo haya aguantado hasta después de la comida —dice Grace encantada mientras se
encamina a la habitación de atrás. Christian se sienta al brillante piano de pared negro, pisa el pedal de sordina
y empieza a tocar una melodía que me resulta familiar pero que no logro ubicar.
Grace me pregunta qué me ha parecido Saint-Paul-de-Vence. Ella y Carrick estuvieron allí hace años en su
luna de miel y se me pasa por la cabeza que eso es un buen augurio, viendo lo felices que siguen estando
juntos. Kate y Elliot están abrazándose en uno de los grandes sofás llenos de cojines, mientras Ethan, Mia y
Carrick están enfrascados en una conversación sobre psicología, creo.
De repente todos los Grey, como si fueran una sola persona, dejan de hablar y miran a Christian con la
boca abierta.
¿Qué?
Christian está cantando bajito para sí mientras toca el piano. Se hace el silencio mientras todos nos
esforzamos por escuchar su suave voz musical y la letra de «Wherever You Will Go». Yo le he oído cantar
antes, ¿ellos no? Se para de repente al darse cuenta del silencio sepulcral que se ha apoderado de la
habitación. Kate me mira inquisitiva y yo me encojo de hombros. Christian se gira en la banqueta y frunce el
ceño, avergonzado al percatarse de que es el centro de atención.
—Sigue —le anima Grace—. Nunca te había oído cantar, Christian. Nunca. —Lo está mirando con
verdadero asombro.
Él la mira como ausente desde la banqueta del piano y, después de un momento, se encoge de hombros.
Desvía su mirada nerviosamente hacia mí y luego hacia las cristaleras. El resto de las personas de la
habitación empiezan a charlar y yo me quedo observando a mi marido.
Grace me distrae al cogerme las manos y después sin previo aviso, darme un abrazo.
—¡Oh, querida! Gracias, ¡gracias! —me susurra de forma que solo yo puedo oírla. Eso me produce un
nudo en la garganta.
—Mmm… —Yo también la abrazo aunque no sé muy bien por qué me está dando las gracias. Grace
sonríe con los ojos llenos de lágrimas y me da un beso en la mejilla.
¿Qué habré hecho?
—Voy a preparar un té —me dice con voz quebrada por las ganas de llorar.
Me acerco a Christian, que ahora está de pie mirando por las cristaleras.
—Hola.
—Hola. —Me rodea la cintura con el brazo y me atrae hacia él. Yo le meto la mano en el bolsillo de atrás
de los vaqueros y ambos contemplamos la lluvia que cae afuera.
—¿Te encuentras mejor?
Asiento.
—Bien.
—Realmente sabes cómo provocar el silencio en una habitación.
—Es que lo hago muy a menudo —me dice y sonríe.
—En el trabajo sí, pero no aquí.
—Cierto, aquí no.
—¿No te habían oído cantar nunca? ¿Jamás?
—Parece que no —dice cortante—. ¿Nos vamos?
Le observo para intentar saber de qué humor está. Su mirada es tierna y cálida, un poco desconcertada.
Decido cambiar de tema.
—¿Me vas a azotar? —le susurro y de repente siento mariposas en el estómago. Tal vez eso sea lo que
necesito, lo que he estado echando de menos.
Me mira y los ojos se le oscurecen.
—No quiero hacerte daño, pero no me importa jugar.
Miro nerviosamente a nuestro alrededor, pero nadie puede oírnos.
—Solo si se porta usted mal, señora Grey —me dice al oído.
¿Cómo se puede encerrar una promesa tan sensual en siete palabras?
—Ya se me ocurrirá algo —le aseguro con una sonrisa.
Después de despedirnos nos dirigimos al coche.
—Toma. —Christian me tira las llaves del R8—. No me lo abolles o me voy a cabrear mucho —añade con
toda seriedad.
Se me seca la boca. ¿Me va a dejar conducir su coche? La diosa que llevo dentro se pone los guantes de
conducir de piel y los zapatos planos. ¡Oh, sí!, exclama.
—¿Estás seguro? —le pregunto perpleja.
—Sí. Y aprovecha antes de que cambie de idea.
Me parece que no he sonreído tanto en mi vida. Él pone los ojos en blanco y me abre la puerta del
conductor para que pueda entrar. Arranco el motor antes si quiera de que le dé tiempo a llegar al lado del
acompañante, así que se apresura a entrar.
—Ansiosa, ¿eh, señora Grey? —pregunta con una sonrisa mordaz.
—Mucho.
Salgo del aparcamiento marcha atrás lentamente y giro para enfilar la salida de la casa. Consigo no calarlo,
lo que me sorprende incluso a mí. Vaya, qué sensible está el embrague. Cuando me acerco a la salida, veo
por el retrovisor que Sawyer y Ryan suben al Audi todoterreno. No sabía que nuestra seguridad nos había
acompañado hasta allí. Me paro antes de incorporarme a la carretera principal.
—¿Estás seguro de verdad?
—Sí —dice Christian tenso, lo que me indica que no está nada seguro. Oh, mi pobrecito Cincuenta…
Quiero reírme de él y de mí; estoy nerviosa y entusiasmada.
Una pequeña parte de mí quiere perder a Sawyer y a Ryan solo por diversión. Compruebo que no viene
nadie y al fin entro en la carretera con el R8. Christian se revuelve en el asiento por la tensión y yo no puedo
resistirme. La carretera está vacía. Piso el acelerador y salimos disparados hacia delante.
—¡Hey! ¡Ana! —grita Christian—. Frena un poco… Nos vas a matar.
Suelto el acelerador inmediatamente. ¡Uau! ¡Este coche tiene potencia!
—Perdón —murmuro intentando parecer arrepentida, aunque no lo consigo. Christian ríe para ocultar su
alivio, creo.
—Bueno, eso cuenta como mal comportamiento —dice como que no quiere la cosa. Yo reduzco aún más
la velocidad.
Miro por el retrovisor. No hay señales del todoterreno, solo se ve un coche oscuro con los cristales tintados
detrás de nosotros. Me imagino a Sawyer y a Ryan nerviosos, intentando frenéticamente llegar hasta nosotros
y no sé por qué eso me divierte. Pero como no quiero provocarle un ataque al corazón a mi marido, decido
portarme bien y conducir tranquilamente, con una confianza creciente, hacia el puente de la 520.
De repente Christian suelta un taco y se pelea con sus vaqueros para poder sacar la BlackBerry del bolsillo.
—¿Qué? —contesta enfadado a quien sea que está al otro lado de la línea—. No —dice y mira hacia atrás
—. Sí, conduce ella.
Observo un segundo por el espejo retrovisor, pero no veo nada raro: solo una fila de coches que van detrás
de nosotros. El todoterreno está unos cuatro coches por detrás y todos vamos conduciendo a ritmo constante.
—Vale. —Christian suspira y se frota la frente con los dedos; irradia tensión. Algo va mal—. Sí… No sé.
—Me mira y se aparta el teléfono de la oreja—. No pasa nada. Sigue adelante —me dice con calma
sonriéndome, pero la sonrisa no le alcanza los ojos. ¡Mierda! Mi sistema se llena de adrenalina. Vuelve a
colocarse el teléfono en la oreja—. Bien, en el puente. En cuanto lleguemos… Sí… Ahora lo pongo.
Coloca el teléfono en el soporte para el altavoz y lo pone en modo manos libres.
—¿Qué ocurre, Christian?
—Tú concéntrate en la carretera, nena —me dice en voz baja.
Vamos hacia la vía de acceso al puente de la 520, dirección Seattle. Cuando miro a Christian, él tiene la
vista fija en la carretera.
—No quiero que te entre el pánico —me dice con mucha calma—. Pero en cuanto estemos en el puente de
la 520, quiero que aprietes el acelerador. Nos están siguiendo.
¿Siguiendo? Oh, madre mía. Siento el corazón atravesado en la garganta, latiéndome con fuerza, se me
eriza el vello y me cuesta respirar por el pánico. ¿Quién nos puede estar siguiendo? Vuelvo a mirar por el
retrovisor y el coche oscuro de antes continúa detrás de nosotros. ¡Joder! ¿Es ese? Intento ver algo detrás del
parabrisas tintado para distinguir quién conduce, pero no consigo ver nada.
—Mantén la vista en la carretera, nena —me dice Christian suavemente, nada que ver con el tono
malhumorado que suele utilizar cuando conduzco yo.
¡Contrólate!, me regaño mentalmente para dominar el terror que amenaza con apoderarse de mí. Supongo
que quien quiera que nos esté siguiendo irá armado… ¿Armado y a por Christian? ¡Mierda! Me invade una
oleada de náuseas.
—¿Cómo sabes que nos están siguiendo? —Mi voz es un susurro entrecortado y chillón.
—El Dodge que tenemos detrás lleva matrículas falsas.
¿Y cómo puede saber eso?
Pongo el intermitente cuando nos acercamos a la incorporación al puente. Es última hora de la tarde y
aunque ha parado la lluvia, la carretera está húmeda. Por suerte el tráfico es bastante fluido.
La voz de Ray resuena en mi cabeza recordándome algo que me dijo en una de mis muchas clases de
autodefensa: «El pánico es lo que te puede matar o hacer que sufras heridas graves, Annie». Inspiro hondo
intentando controlar mi respiración. Quien quiera que nos esté siguiendo va a por Christian. Cuando inspiro
de nuevo profunda y tranquilizadoramente mi mente empieza a aclararse y el estómago se me asienta. Tengo
que proteger a Christian. Quería conducir este coche y quería hacerlo muy rápido. Bueno, pues esta es mi
oportunidad. Agarro con fuerza el volante y echo un último vistazo al retrovisor. El Dodge está más cerca.
Freno de repente, ignorando la mirada llena de pánico de Christian, e intento elegir bien el momento de
entrada en el puente de la 520 con la intención de que el Dodge tenga que reducir la velocidad y parar para
esperar un hueco en el tráfico antes de seguirnos. Cambio de marcha y piso a fondo. El R8 sale disparado
hacia delante, haciéndonos a ambos chocar con el respaldo de los asientos. El indicador de velocidad sube
hasta los ciento veinte kilómetros por hora.
—Tranquila, nena —dice Christian con calma, aunque estoy segura de que él está cualquier cosa menos
tranquilo.
Serpenteo entre las dos hileras de tráfico como una pieza negra en un tablero de damas, esquivando
eficazmente coches y camiones. En este puente estamos tan cerca del lago que es como si estuviera
conduciendo sobre el agua. Ignoro a propósito las miradas furiosas o reprobatorias de los otros conductores.
Christian se aprieta las manos en el regazo intentando quedarse tan quieto como puede, y a pesar de que
tengo la mente funcionando a mil por hora, me pregunto si lo estará haciendo para no distraerme.
—Muy bien —dice en un susurro para animarme. Mira para atrás—. Ya no veo el Dodge.
—Estamos justo detrás del Sudes, señor Grey. —La voz de Sawyer llega desde el manos libres—. Está
haciendo todo lo posible por recuperar su posición detrás de ustedes, señor. Nosotros vamos a intentar
adelantar y colocarnos entre su coche y el Dodge.
¿El Sudes? ¿Qué significa eso?
—De acuerdo. La señora Grey lo está haciendo muy bien. A esta velocidad y si el tráfico sigue siendo
fluido (y por lo que veo lo es) saldremos del puente dentro de unos pocos minutos.
—Bien, señor.
Pasamos como una exhalación junto a la torre de control del puente y sé que ya hemos pasado la mitad del
lago Washington. Compruebo la velocidad y veo que seguimos a ciento veinte.
—Lo estás haciendo muy bien, Ana —me dice Christian en un susurro y mira por la ventanilla de atrás del
R8. Durante un momento fugaz su tono me recuerda al de nuestro primer encuentro en su cuarto de juegos,
cuando me animaba pacientemente para que fuera colaborando en nuestra primera sesión. Como ese
pensamiento me distrae, lo aparto inmediatamente.
—¿Hacia dónde voy? —pregunto bastante tranquila. Ya le he cogido el tranquillo al coche. Da gusto
conducirlo, tan suave y tan fácil de manejar que casi no me creo la velocidad que llevamos. En este coche
conducir a esta velocidad parece un juego de niños.
—Diríjase a la interestatal 5, señora Grey, y después al sur. Queremos comprobar si el Dodge les sigue
durante todo el camino —me dice Sawyer por el manos libres. El semáforo del puente está verde, por suerte,
y yo sigo adelante.
Miro nerviosamente a Christian y él me sonríe tranquilizador. Después su cara se vuelve seria.
—¡Mierda! —gruñe entre dientes.
Hay un atasco en cuanto salimos del puente y eso me obliga a frenar. Observo ansiosa por el espejo una
vez más y creo ver el Dodge.
—¿Unos diez coches por detrás más o menos?
—Sí, lo veo —dice Christian echando un vistazo por el espejo retrovisor—. Me pregunto quién demonios
será…
—Yo también. ¿Sabemos si el que conduce es un hombre? —pregunto al equipo de seguridad que me
escucha a través de la BlackBerry.
—No, señora Grey. Puede ser un hombre o una mujer. Los cristales son demasiado oscuros.
—¿Una mujer? —pregunta Christian.
Me encojo de hombros.
—¿Tu señora Robinson? —sugiero sin apartar los ojos de la carretera.
Christian se pone tenso y quita la BlackBerry del soporte.
—No es mi señora Robinson —gruñe—. No he hablado con ella desde mi cumpleaños. Y Elena no haría
algo así; no es su estilo.
—¿Leila?
—Está en Connecticut con sus padres. Ya te lo he dicho.
—¿Estás seguro?
Se queda pensando un momento.
—No, pero si hubiera huido, seguro que su familia se lo habría dicho al doctor Flynn. Ya hablaremos de
esto cuando lleguemos a casa. Concéntrate en lo que estás haciendo.
—Puede que solo sea una casualidad.
—No voy a correr riesgos por si acaso. No estando contigo —concluye. Vuelve a poner la BlackBerry en
el soporte y recuperamos el contacto con el equipo de seguridad.
¡Oh, mierda! No quiero poner nervioso a Christian ahora. Más tarde tal vez… Me muerdo la lengua. Por
suerte el tráfico está disminuyendo un poco. Puedo acelerar hacia la intersección de Mountlake en dirección a
la interestatal 5 y empiezo otra vez a zigzaguear entre los coches.
—¿Y si nos para la policía? —pregunto.
—Eso sería algo conveniente.
—Para mi carnet no.
—No te preocupes por eso. —Oigo un humor inesperado en su voz.
Vuelvo a pisar el acelerador y alcanzo de nuevo los ciento veinte. Sí que tiene potencia este coche. Me
encanta; es tan fácil. Acabo de llegar a los ciento treinta y cinco. Creo que nunca en mi vida he conducido tan
rápido. Mi escarabajo solo llegaba a ochenta… y eso con suerte.
—Ha evitado el tráfico y cogido velocidad —dice la voz incorpórea de Sawyer, tranquila e informativa—.
Va a ciento cuarenta.
¡Mierda! ¡Más rápido! Aprieto más el acelerador y el motor del coche ronronea al llegar a ciento cincuenta
kilómetros por hora cuando nos acercamos a la intersección de la interestatal 5.
—Mantén la velocidad, Ana —me susurra Christian.
Freno un poco momentáneamente para incorporarme. La interestatal está bastante tranquila y consigo
colocarme en el carril rápido en un segundo. Vuelvo a pisar el acelerador y el genial R8 coge velocidad y
avanza por el carril izquierdo, en el que los demás mortales con menos suerte se apartan para dejarnos pasar.
Si no estuviera asustada, estaría disfrutando.
—Ya va a ciento sesenta, señor.
—Sigue tras él, Luke —le ordena Christian a Sawyer.
¿Luke?
¡Mierda! Un camión aparece en el carril rápido y tengo que pisar el freno.
—¡Maldito idiota! —insulta Christian al conductor cuando salimos despedidos hacia delante en los
asientos. Cómo agradezco llevar puesto el cinturón—. Adelanta, nena —me dice Christian con los dientes
apretados.
Compruebo los retrovisores y cruzo tres carriles. Aceleramos para adelantar a vehículos más lentos y
vuelvo a cruzar hacia el carril rápido.
—Muy bonito, señora Grey —me dice Christian impresionado—. ¿Dónde está la policía cuando la
necesitas?
—No quiero que me pongan una multa, Christian —le digo concentrada en la autopista que tengo por
delante—. ¿Te han puesto alguna multa por exceso de velocidad conduciendo este coche?
—No —dice, pero puedo echarle un vistazo rápido a su cara y le veo sonreír burlón.
—¿Te han parado?
—Sí.
—Oh.
—Encanto. Todo se basa en el encanto. Ahora concéntrate. ¿Cómo va el Dodge, Sawyer?
—Acaba de alcanzar los ciento setenta y cinco, señor —anuncia Sawyer.
¡Madre mía! Vuelvo a notar el corazón en la boca. ¿Puedo conducir más rápido todavía? Piso a fondo el
acelerador y dejamos atrás más coches.
—Hazle una señal con las luces —me ordena Christian, porque tenemos delante a un Ford Mustang que no
se aparta.
—Pero eso solo lo hacen los gilipollas.
—¡Pues sé un poco gilipollas! —exclama.
Oh, vale…
—Eh… ¿dónde están las luces?
—El indicador. Tira hacia ti.
El conductor del Mustang nos saca un dedo en un gesto no muy amable, pero se aparta. Paso a su lado
como una centella.
—Él es el gilipollas —dice Christian entre dientes—. Sal por Stewart —me ordena.
¡Sí, señor!
—Vamos a tomar la salida de Stewart Street —le dice a Sawyer.
—Vayan directamente al Escala, señor.
Freno, miro por los espejos, indico y después cruzo con una facilidad sorprendente los cuatro carriles de la
autopista y salgo por la vía de salida. Ya en Stewart Street, nos dirigirnos al sur. La calle está tranquila y hay
pocos vehículos. ¿Dónde está todo el mundo?
—Hemos tenido mucha suerte con el tráfico. Pero también el Dodge la ha tenido. No reduzcas la
velocidad, Ana. Quiero llegar a casa.
—No recuerdo el camino —le digo sintiendo pánico de nuevo porque el Dodge sigue pisándonos los
talones.
—Sigue hacia el sur por Stewart. Sigue hasta que te diga que gires. —Christian vuelve a parecer nervioso.
Continúo a toda velocidad tres manzanas, pero el semáforo se pone amarillo al llegar a Yale Avenue.
—¡Sáltatelo, Ana! —grita Christian. Doy tal salto que piso a fondo el acelerador involuntariamente, lo que
nos lanza de nuevo contra los asientos, y cruzamos sin frenar el semáforo que ya está en rojo.
—Está enfilando Stewart —dice Sawyer.
—No lo pierdas, Luke.
—¿Luke?
—Se llama a así.
Intento mirar a Christian y veo que me está atravesando con la mirada como si estuviera loca.
—¡La vista en la carretera! —exclama.
Ignoro su tono.
—Luke Sawyer.
—¡Sí! —Suena irritado.
—Ah. —¿Cómo puedo no saber eso? Ese hombre lleva acompañándome al trabajo seis semanas y ni
siquiera sabía su nombre.
—Es mi nombre, señora —dice Sawyer y me sobresalta aunque habla con la voz tranquila y monótona de
siempre—. El Sudes está bajando por Stewart, señor. Vuelve a aumentar la velocidad.
—Vamos, Ana. Menos charla —gruñe Christian.
—Estamos parados en el primer semáforo de Stewart —nos informa Sawyer.
—Ana, rápido, por aquí —grita Christian señalando un aparcamiento subterráneo en el lado sur de Boren
Avenue. Giro y las ruedas protestan con un chirrido cuando doy un volantazo para entrar en el aparcamiento
abarrotado.
—Da una vuelta, rápido —ordena Christian. Conduzco todo lo rápido que puedo hacia el fondo, donde no
se nos vea desde la carretera—. ¡Ahí! —Christian me señala una plaza de aparcamiento. ¡Mierda! Quiere que
aparque. ¡Maldita sea!— Hazlo, joder —dice.
Y yo… lo hago perfectamente. Creo que es la única vez en mi vida que he logrado aparcar perfectamente.
—Estamos escondidos en un aparcamiento entre Stewart y Boren —le dice Christian a Sawyer por la
BlackBerry.
—Bien, señor. —Sawyer suena irritado—. Quédense donde están. Nosotros seguiremos al Sudes.
Christian se gira hacia mí y examina mi cara.
—¿Estás bien?
—Sí —le digo en un susurro.
Christian sonríe.
—El que conduce el Dodge no puedo oírnos, ¿sabes?
Yo me echo a reír.
—Estamos pasando por la intersección de Stewart y Boren, señor. Veo el aparcamiento. El Sudes ha
pasado por delante y sigue conduciendo, señor.
Los dos hundimos los hombros a la vez por el alivio.
—Muy bien, señora Grey. Has conducido genial. —Christian me acaricia tiernamente la mejilla con las
yemas de los dedos y yo doy un salto al sentir su contacto e inspiro bruscamente. No me había dado cuenta
de que estaba conteniendo la respiración.
—¿Eso significa que vas a dejar de quejarte de mi forma de conducir? —le pregunto. Ríe con una risa
fuerte y catártica.
—No será para tanto.
—Gracias por dejarme conducir tu coche. Sobre todo en unas circunstancias tan emocionantes. —Intento
desesperadamente que mi tono sea despreocupado.
—Tal vez debería conducir yo ahora.
—La verdad es que no creo que sea capaz ahora mismo de salir del coche para dejar que te sientes aquí.
Mis piernas se han convertido en gelatina. —De repente me estremezco y me pongo a temblar.
—Es la adrenalina, nena —me explica—. Lo has hecho increíblemente bien. Me has dejado sin palabras,
Ana. Nunca me decepcionas.
Me acaricia la mejilla con el dorso de la mano con una expresión llena de amor, miedo, arrepentimiento…
Tantas emociones a la vez… Sus palabras son mi perdición. Abrumada, un sollozo estrangulado escapa de mi
garganta cerrada y empiezo a llorar.
—No, nena, no. Por favor, no llores. —Se estira y, a pesar del espacio reducido, tira de mí para pasarme
por encima del freno de mano y ponerme acurrucada sobre su regazo. Me acaricia el pelo y me lo aparta de la
cara para besarme los ojos y las mejillas y yo lo abrazo y sigo sollozando quedamente contra su cuello. Él
hunde la nariz en mi pelo y también me abraza fuerte. Nos quedamos allí sentados, sin decir nada, solo
abrazándonos.
La voz de Sawyer nos sobresalta.
—El Sudes ha reducido la velocidad delante del Escala. Está examinando la intersección.
—Síguele —ordena Christian.
Me limpio la nariz con el dorso de la mano e inspiro hondo para calmarme.
—Utiliza mi camisa para limpiarte. —Christian me besa en la sien.
—Lo siento —murmuro avergonzada por llorar.
—¿Por qué? No tienes nada que sentir.
Vuelvo a limpiarme la nariz. Me coge la barbilla y me da un beso suave en los labios.
—Cuando lloras tienes los labios muy suaves. Mi esposa, tan bella y tan valiente… —me dice en un
susurro.
—Bésame otra vez.
Christian se queda quieto con una mano en mi espalda y otra sobre mi culo.
—Bésame —jadeo y veo cómo separa los labios a la vez que inspira bruscamente. Se inclina sobre mí,
levanta la BlackBerry del soporte y la tira al asiento del conductor, junto a mis pies enfundados en sandalias.
Después pone su boca sobre la mía, hunde la mano derecha entre mi pelo y con la izquierda me coge la cara.
Su lengua me invade la boca y yo lo agradezco. La adrenalina se convierte en lujuria que me despierta el
cuerpo. Le sujeto el rostro y paso los dedos sobre sus patillas, disfrutando de su sabor. Gruñe bajo y grave
desde el fondo de la garganta ante mi apasionada respuesta y a mí se me tensa el vientre por el deseo que
siento. Su mano recorre mi cuerpo, rozándome el pecho, la cintura y bajando por mi culo. Me muevo un
poco.
—¡Ah! —exclama y se separa de mí sin aliento.
—¿Qué? —le susurro junto a los labios.
—Ana, estamos en un aparcamiento en medio de Seattle.
—¿Y qué?
—Que ahora mismo tengo muchas ganas de follarte y tú estás intentando encontrar postura encima de mí…
Es incómodo.
Al oír sus palabras crecen las espirales de mi interior y todos los músculos que tengo por debajo de la
cintura se tensan una vez más.
—Fóllame entonces. —Le beso la comisura de la boca. Le deseo. Ahora. Esa persecución en el coche ha
sido excitante. Demasiado excitante. Aterradora. Y el miedo ha desencadenado mi libido. Se echa un poco
atrás para mirarme con los ojos oscuros y entrecerrados.
—¿Aquí? —me pregunta con la voz ronca.
Se me seca la boca. ¿Cómo puede excitarme así solo con una palabra?
—Sí. Te deseo. Ahora.
Ladea la cabeza y me mira durante unos segundos.
—Señora Grey, es usted una descarada —me susurra después de lo que a mí me ha parecido una eternidad.
Me agarra la nuca con la mano que tiene enredada en mi pelo para mantenerme quieta y su boca cubre la
mía una vez más, esta vez con más fuerza. Con la otra mano me acaricia el cuerpo hasta llegar al culo y sigue
bajando hasta medio muslo. Cierro los dedos entre su pelo demasiado largo.
—Cómo me alegro de que lleves falda —dice mientras mete la mano por debajo de mi falda estampada
azul y blanca para acariciarme el muslo.
Me revuelvo una vez más en su regazo y él suelta el aire bruscamente con los dientes apretados.
—Quieta —gruñe. Me cubre el sexo con la mano y me quedo quieta inmediatamente. Me roza el clítoris
con el pulgar y me quedo sin aliento cuando siento sacudidas de placer como descargas eléctricas en mi
interior, muy, muy adentro—. Quieta —vuelve a susurrar y me besa otra vez mientras su pulgar empieza a
trazar círculos por encima del fino encaje de mi ropa interior de diseñador. Lentamente mete dos dedos por
debajo de mis bragas y los introduce en mi interior. Gimo y muevo las caderas para acercarlas a su mano.
—Por favor… —le suplico.
—Oh, ya estás preparada —dice metiendo y sacando los dedos despacio—. ¿Te ha excitado la persecución
en el coche?
—Me excitas tú.
Me sonríe con una sonrisa traviesa y retira los dedos de repente, dejándome con las ganas. Coloca el brazo
por debajo de mis rodillas y, cogiéndome por sorpresa, me levanta en el aire y me gira de forma que quedo
mirando al parabrisas.
—Pon una pierna a cada lado de las mías —me ordena juntando sus piernas.
Obedezco y pongo los pies en el suelo, uno a cada lado de los suyos. Baja las manos por mis muslos y
luego las vuelve a subir, arrastrando con ellas la falda.
—Pon las manos en mis rodillas, nena, e inclínate hacia delante. Levanta ese bonito culo que tienes.
Cuidado con la cabeza.
¡Mierda! De verdad lo vamos a hacer en un aparcamiento público. Echo un vistazo delante de nosotros y
no veo a nadie, pero siento que me recorre un escalofrío. ¡En un aparcamiento público! ¡Esto es muy
excitante! Christian se mueve debajo de mí y oigo el inconfundible sonido de la cremallera de su bragueta.
Me rodea la cintura con un brazo y con la otra mano me aparta a un lado la bragas. Después me penetra con
un solo movimiento rápido.
—¡Ah! —grito dejándome caer sobre él y él suelta el aire con los dientes apretados. Su brazo serpentea por
mi cuerpo hasta mi cuello. Extiende la mano sobre mi garganta, me empuja la cabeza hacia atrás y me obliga
a girarla para poder besarme la garganta. Con la otra mano me agarra la cadera y empezamos a movernos a la
vez.
Yo levanto los pies y él se introduce más en mi interior; dentro y fuera. La sensación es… Gimo con
fuerza. En esta postura entra tan adentro… Con la mano izquierda sujeto el freno de mano y apoyo la derecha
contra la puerta. Christian me agarra el lóbulo de la oreja entre los dientes y tira hasta casi hacerme daño.
Entra y sale una y otra vez. Yo subo y después me dejo caer y conseguimos establecer un ritmo. Me rodea el
muslo con la mano por debajo de la falda hasta llegar al vértice entre mis muslos y con dos dedos me acaricia
suavemente el clítoris a través de la fina tela de mi ropa interior.
—¡Ah!
—¡Rápido, Ana! —jadea junto a mi oído con los dientes apretados. Su otra mano sigue en mi cuello, por
debajo de la barbilla—. Tenemos que acabar con esto rápido, Ana —me dice a la vez que aumenta la presión
de los dedos sobre mi sexo.
—¡Ah! —Siento el familiar aumento del placer en mi interior, cada vez más profundo.
—Vamos, nena —dice junto a mi oído—. Quiero oírte.
Gimo. Soy toda sensaciones, con los ojos fuertemente cerrados: su voz en mi oído, su aliento en mi cuello
y el placer saliendo del lugar donde está excitando mi cuerpo con los dedos y donde me embiste en lo más
profundo. Y me pierdo. Mi cuerpo toma el control, buscando desesperadamente la liberación.
—Sí… —susurra Christian en mi oído. Abro los ojos y veo la tapicería del techo del R8. Los cierro con
fuerza un segundo después y me abandono al orgasmo—. Oh, Ana —murmura encantado. Me rodea con los
brazos, se hunde en mí una vez más y se queda inmóvil mientras eyacula en lo más profundo de mi interior.
Me acaricia la mandíbula con la nariz mientras me da suaves besos en la garganta, la mejilla y la sien. Yo
me tumbo sobre él y él apoya la cabeza contra mi cuello.
—¿Ya ha aliviado toda la tensión, señora Grey? —Christian me muerde el lóbulo de la oreja otra vez y tira.
Tengo el cuerpo muerto, totalmente exhausto, y solo puedo soltar un gemido. Siento que sonríe contra mi piel
—. Yo, por mi parte, puedo decir que me he liberado de la mía —dice levantándome de su regazo—. ¿Te has
quedado sin palabras?
—Sí —digo con un hilo de voz.
—Eres una criatura lujuriosa… No tenía ni idea de que fueras tan exhibicionista.
Me siento inmediatamente, alarmada. Él se pone tenso.
—No nos está mirando nadie, ¿verdad? —Examino ansiosa el aparcamiento.
—¿Crees que iba a dejar que alguien viera cómo se corre mi mujer? —Me acaricia la espalda con la mano
para calmarme, pero el tono de su voz hace que me estremezca.
Me vuelvo para mirarle y le sonrío con picardía.
—¡Sexo en el coche! —exclamo.
Me sonríe en respuesta y me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Vamos a casa. Yo conduzco.
Abre la puerta para que pueda bajarme de su regazo y salir al aparcamiento. Cuando le miro veo que se
está abrochando la bragueta. Sale fuera conmigo y espera sujetando la puerta hasta que vuelvo a entrar. Va
rápidamente al otro lado, al asiento del conductor, sube al coche conmigo, coge la BlackBerry y hace una
llamada.
—¿Dónde está Sawyer? —pregunta—. ¿Y el Dodge? ¿Cómo es que no está Sawyer contigo?
Escucha con atención a Ryan, supongo.
—¿Ella? —exclama—. Seguidla. —Christian cuelga y me mira.
¡Ella! ¿Quién conducía el coche? ¿Quién puede ser? ¿Elena? ¿Leila?
—¿El Dodge lo conducía una mujer?
—Eso parece —me dice en voz baja. Su boca se ha convertido en una fina línea furiosa—. Voy a llevarte a
casa —anuncia. Arranca el motor del R8 con un rugido y da marcha atrás para salir.
—¿Dónde está la… Sudes? ¿Y qué significa eso, por cierto? Suena muy BDSM…
Christian sonríe brevemente y sale del aparcamiento hacia Stewart Street.
—Sudes significa «Sujeto desconocido». Ryan antes era agente del FBI.
—¿Del FBI?
—No preguntes —dice Christian negando con la cabeza. Es obvio que está inmerso en sus pensamientos.
—Bueno, pues ¿dónde está la Sudes femenina?
—En la interestatal 5, dirección sur. —Me mira con ojos preocupados.
Vaya… De apasionado a tranquilo y después a ansioso en solo unos momentos. Extiendo la mano y le
acaricio el muslo, pasando los dedos juguetonamente por la costura interior de sus vaqueros esperando que
eso le mejore el humor. Aparta una mano del volante y detiene el lento ascenso de mi mano.
—No —me dice—. Hemos llegado hasta aquí sanos y salvos. No querrás que tenga un accidente a tres
manzanas de casa… —Se lleva mi mano a los labios y me da un beso en el dedo índice para suavizar su
respuesta. Tranquilo, sereno, autoritario… Mi Cincuenta. Por primera vez en bastante tiempo me hace sentir
de nuevo como una niña caprichosa. Le suelto la mano y me quedo sentada en silencio un momento.
—¿Una mujer?
—Eso dicen. —Suspira, entra en el garaje subterráneo del Escala y pulsa los botones del código de acceso
en la consola de seguridad. La puerta se abre, entra y aparca sin dificultad el R8 en su plaza asignada.
—Me gusta mucho este coche —le digo.
—A mí también. Y me gusta cómo lo conduces… Y también cómo has logrado no hacerle ningún daño.
—Puedes regalarme uno para mi cumpleaños —le digo sonriendo.
Christian se queda con la boca abierta y yo salgo del coche.
—Uno blanco, creo —añado a la vez que me agacho y le sonrío.
Él también sonríe.
—Anastasia Grey, nunca dejas de sorprenderme.
Cierro la puerta y voy hasta el extremo del coche para esperarle. Él baja y mira en mi dirección con esa
mirada… esa mirada que despierta algo que hay dentro de mí, muy en el fondo. Conozco bien esa mirada.
Cuando ya está delante de mí, se inclina y me susurra:
—A ti te gusta el coche. A mí me gusta el coche. Te he follado dentro… Tal vez debería follarte también
encima.
Doy un respingo. Pero un brillante BMW plateado entra en el garaje en ese momento. Christian lo mira
nervioso y después irritado y por fin me dedica una sonrisa pícara.
—Pero parece que tenemos compañía. Vamos. —Me coge la mano y me lleva hacia el ascensor del garaje.
Llama al ascensor y, mientras esperamos, nos alcanza el dueño del BMW. Es joven, va vestido informal, y
tiene el pelo largo, oscuro y cortado en capas. Parece alguien de los medios de comunicación.
—Hola —nos dice con una amplia sonrisa.
Christian me rodea con el brazo y asiente educadamente.
—Acabo de mudarme. Apartamento dieciséis.
—Hola —le respondo devolviéndola la sonrisa. Tiene unos ojos marrones amables.
El ascensor llega y entramos. Christian me mira con una expresión inescrutable.
—Tú eres Christian Grey —dice el hombre joven.
Christian le mira con una sonrisa tensa.
—Noah Logan —se presenta tendiéndole la mano. Christian se la estrecha a regañadientes—. ¿Qué piso?
—pregunta Noah.
—Tengo que introducir un código.
—Oh.
—El ático.
—Oh. —Noah sonríe—. Por supuesto. —Él pulsa el botón del octavo piso y las puertas se cierran—. La
señora Grey, supongo.
—Sí —le respondo con una sonrisa educada y nos estrechamos las manos. Noah se sonroja porque se me
queda mirando un segundo más de lo necesario. Yo también me ruborizo y Christian me aprieta contra él.
—¿Cuándo te has mudado? —le pregunto.
—El fin de semana pasado. Me encanta este sitio.
Se produce una pausa incómoda antes de que el ascensor se detenga en el piso de Noah.
—Ha sido un placer conoceros a los dos —dice y parece aliviado al salir. Las puertas se cierran en silencio
tras él. Christian introduce el código y el ascensor vuelve a subir.
—Parece agradable —le digo—. No había conocido antes a ninguno de los vecinos.
Christian frunce el ceño.
—Yo lo prefiero.
—Pero tú eres un ermitaño. Me ha parecido simpático.
—¿Un ermitaño?
—Ermitaño, sí. Encerrado en tu torre de marfil —le digo con naturalidad y sus labios curvan un poco,
divertidos.
—Nuestra torre de marfil. Y creo que tenemos otro nombre para añadir a su lista de admiradores, señora
Grey.
Pongo los ojos en blanco.
—Christian, tú crees que todo el mundo es un admirador.
—¿Acabas de ponerme los ojos en blanco?
Se me acelera el pulso.
—Claro que sí —le susurro casi sin respiración.
Ladea la cabeza con una expresión ardiente, arrogante y divertida.
—¿Y qué voy a hacer al respecto?
—Tienes que ser duro.
Él parpadea para ocultar su sorpresa.
—¿Duro?
—Por favor.
—¿Quieres más?
Asiento lentamente. Las puertas del ascensor se abren y ya estamos en casa.
—¿Cómo de duro? —Jadea y sus ojos se oscurecen.
Le miro sin decir nada. Cierra los ojos un momento y después me coge la mano y tira de mí hacia el
vestíbulo.
Cuando cruzamos las puertas dobles, nos encontramos a Sawyer de pie en el pasillo, mirándonos
expectante.
—Sawyer, quiero un informe dentro de una hora —dice Christian.
—Sí, señor. —Se gira y se dirige a la oficina de Taylor.
¡Tenemos una hora!
Christian me mira otra vez.
—¿Duro?
Yo asiento.
—Bien, señora Grey. Creo que está de suerte. Hoy estoy atendiendo peticiones.