D e repente estoy totalmente despierta; mi sueño erótico queda olvidado en un abrir y cerrar de ojos.
—Oh, estaba boca arriba… Debo de haberme girado mientras dormía —digo en mi defensa sin
demasiado convencimiento.
Le arden los ojos por la furia. Se agacha, coge la parte de arriba de mi biquini de su tumbona y me la tira.
—¡Póntelo! —ordena entre dientes.
—Christian, nadie me está mirando.
—Créeme. Te están mirando. ¡Y seguro que Taylor y los de seguridad están disfrutando mucho del
espectáculo! —gruñe.
¡Maldita sea! ¿Por qué nunca me acuerdo de ellos? Me cubro los pechos con las manos presa del pánico.
Desde el sabotaje de Charlie Tango, esos malditos guardias de seguridad nos siguen a todas partes como unas
sombras.
—Y algún asqueroso paparazzi podría haberte hecho una foto también —continúa Christian—. ¿Quieres
salir en la portada de la revista Star, desnuda esta vez?
¡Mierda! ¡Los paparazzi! ¡Joder! Intento ponerme apresuradamente el biquini, pero los dedos parece que
no quieren responderme. Palidezco y noto un escalofrío. El recuerdo desagradable del asedio al que me
sometieron los paparazzi al salir del edificio de Seattle Independent Publishing el día que se filtró nuestro
compromiso me viene a la mente inoportunamente; todo eso es parte de la vida de Christian Grey, va con el
lote.
—L’addition! —grita Christian a una camarera que pasa—. Nos vamos —me dice.
—¿Ahora?
—Sí. Ahora.
Oh, mierda, mejor no llevarle la contraria en este momento.
Se pone los pantalones, a pesar de que tiene el bañador empapado, y la camiseta gris. La camarera vuelve
en un segundo con su tarjeta de crédito y la cuenta.
A regañadientes, me pongo el vestido de playa turquesa y las chanclas. Cuando se marcha la camarera,
Christian coge su libro y su BlackBerry y oculta su furia detrás de sus gafas de sol espejadas de aviador. Echa
chispas por la tensión y el enfado. El corazón se me cae a los pies. Todas las demás mujeres de la playa están
en topless, no es un crimen tan grave. De hecho soy yo la que se ve rara con el biquini completo puesto.
Suspiro para mí, con el alma hundida. Creía que Christian le vería el lado divertido o algo así… Tal vez si me
hubiera quedado boca abajo… Pero ahora su sentido del humor se ha evaporado.
—Por favor, no te enfades conmigo —le susurro cogiéndole el libro y la BlackBerry y metiéndolos en mi
mochila.
—Ya es demasiado tarde —dice en voz baja. Demasiado baja—. Vamos. —Me coge la mano y le hace
una señal a Taylor y a sus dos compañeros, los agentes de seguridad franceses Philippe y Gaston. Por extraño
que parezca, son gemelos idénticos. Han estado todo el tiempo vigilando la playa desde una galería. ¿Por qué
no dejo de olvidarme de ellos? ¿Cómo es posible? Taylor tiene la expresión imperturbable bajo las gafas
oscuras. Mierda, él también está enfadado conmigo. Todavía no estoy acostumbrada a verle vestido tan
informal, con pantalones cortos y un polo negro.
Christian me lleva hasta el hotel, cruza el vestíbulo y después sale a la calle. Sigue en silencio, pensativo e
irritado, y todo es por mi culpa. Taylor y su equipo nos siguen.
—¿Adónde vamos? —le pregunto tímidamente mirándole.
—Volvemos al barco. —No me mira al decirlo.
No tengo ni idea de qué hora es. Deben de ser las cinco o las seis de la tarde, creo. Cuando llegamos al
puerto, Christian me lleva al muelle en el que están amarradas la lancha motora y la moto acuática del Fair
Lady. Mientras Christian suelta las amarras de la moto de agua, yo le paso mi mochila a Taylor. Le miro
nerviosa, pero, igual que Christian, su expresión no revela nada. Me sonrojo pensando en lo que ha visto en
la playa.
—Póngase esto, señora Grey. —Taylor me pasa un chaleco salvavidas desde la lancha motora y yo me lo
pongo obediente. ¿Por qué soy la única que lleva chaleco? Christian y Taylor intercambian una mirada.
Vaya, ¿está enfadado también con Taylor? Después Christian comprueba las cintas de mi chaleco y me
aprieta más la central.
—Así está mejor —murmura resentido, todavía sin mirarme. Mierda.
Sube con agilidad a la moto de agua y me tiende la mano para ayudarme a subir. Agarrándole con fuerza,
consigo sentarme detrás de él sin caerme al agua. Taylor y los gemelos suben a la lancha. Christian empuja
con el pie la moto para separarla del muelle y esta se aleja flotando suavemente.
—Agárrate —me ordena y yo le rodeo con los brazos. Esta es mi parte favorita de los viajes en moto
acuática. Le abrazo fuerte, con la nariz pegada a su espalda, recordando que hubo un tiempo en que no
toleraba que le tocara así. Huele bien… a Christian y a mar. ¡Perdóname, Christian, por favor!
Él se pone tenso.
—Prepárate —dice, pero esta vez su tono es más suave. Le doy un beso en la espalda, apoyo la mejilla
contra él y miro hacia el muelle, donde se ha congregado un grupo de turistas para ver el espectáculo.
Christian gira la llave en el contacto y la moto cobra vida con un rugido. Con un giro del acelerador, la
moto da un salto hacia delante y sale del puerto deportivo a toda velocidad, cruzando el agua oscura y fría
hacia el puerto de yates donde está anclado el Fair Lady. Me agarro más fuerte a Christian. Me encanta
esto… ¡es tan emocionante! Sujetándome de esta forma noto todos los músculos del delgado cuerpo de
Christian.
Taylor va a nuestro lado en la lancha. Christian le mira y luego acelera de nuevo. Salimos como una bala
hacia delante, saltando sobre la superficie del agua como un guijarro lanzado con precisión experta. Taylor
niega con la cabeza con una exasperación resignada y se dirige directamente al barco, pero Christian pasa
como una centella junto al Fair Lady y sigue hacia mar abierto.
El agua del mar nos salpica, el viento cálido me golpea la cara y me despeina la coleta, haciendo que
mechones de mi pelo vuelen por todas partes. Esto es realmente divertido. Tal vez la emoción del viaje en la
moto acuática mejore el humor de Christian. No puedo verle la cara, pero sé que se lo está pasando bien;
libre, sin preocupaciones, actuando como una persona de su edad por una vez.
Gira el manillar para trazar un enorme semicírculo y yo contemplo la costa: los barcos en el puerto
deportivo y el mosaico de amarillo, blanco y color de arena de las oficinas y apartamentos con las irregulares
montañas al fondo. Es algo muy desorganizado, nada que ver con los bloques siempre iguales a los que estoy
acostumbrada, pero también muy pintoresco. Christian me mira por encima del hombro y veo la sombra de
una sonrisa jugueteando en sus labios.
—¿Otra vez? —me grita por encima del sonido del motor.
Asiento entusiasmada. Me responde con una sonrisa deslumbrante. Gira el acelerador otra vez y le da una
vuelta al Fair Lady a toda velocidad para después volver a mar abierto… y yo creo que me ha perdonado.
—Te ha cogido el sol —me dice Christian con suavidad mientras me desata el chaleco. Ansiosa, intento
adivinar cuál es su actual estado de ánimo. Estamos en cubierta a bordo del yate y uno de los camareros del
barco aguarda de pie en silencio cerca, esperando para recoger el chaleco. Christian se lo pasa.
—¿Necesita algo más, señor? —le pregunta el joven. Me encanta su acento francés. Christian lo mira, se
quita las gafas y se las cuelga del cuello de la camiseta.
—¿Quieres algo de beber? —me pregunta.
—¿Lo necesito?
Él ladea la cabeza.
—¿Por qué me preguntas eso? —Ha formulado la pregunta en voz baja.
—Ya sabes por qué.
Frunce el ceño como si estuviera sopesando algo en su mente.
Oh, ¿qué estará pensando?
—Dos gin-tonics, por favor. Y frutos secos y aceitunas —le dice al camarero, que asiente y desaparece
rápidamente.
—¿Crees que te voy a castigar? —La voz de Christian es suave como la seda.
—¿Quieres castigarme?
—Sí.
—¿Cómo?
—Ya pensaré algo. Tal vez después de tomarnos esas copas. —Eso es una amenaza sensual. Trago saliva
y la diosa que llevo dentro entorna un poco los ojos en su tumbona, donde está intentando coger unos rayos
con un reflector plateado desplegado junto a su cuello.
Christian frunce el ceño una vez más.
—¿Quieres que te castigue?
Pero ¿cómo lo sabe?
—Depende —murmuro sonrojándome.
—¿De qué? —Él oculta una sonrisa.
—De si quieres hacerme daño o no.
Aprieta los labios hasta formar una dura línea, todo rastro de humor olvidado. Se inclina y me da un beso
en la frente.
—Anastasia, eres mi mujer, no mi sumisa. Nunca voy a querer hacerte daño. Deberías saberlo a estas
alturas. Pero… no te quites la ropa en público. No quiero verte desnuda en la prensa amarilla. Y tú tampoco
quieres. Además, estoy seguro de que a tu madre y a Ray tampoco les haría gracia.
¡Oh, Ray! Dios mío, Ray padece del corazón. ¿En qué estaría pensando? Me reprendo mentalmente.
Aparece el camarero con las bebidas y los aperitivos, que coloca en la mesa de teca.
—Siéntate —ordena Christian.
Hago lo que me dice y me acomodo en una silla de tijera. Christian se sienta a mi lado y me pasa un gintonic.
—Salud, señora Grey.
—Salud, señor Grey. —Le doy un sorbo a la copa, que me sienta de maravilla. Esto quita la sed y está frío
y delicioso. Cuando miro a Christian, veo que me observa. Ahora mismo es imposible saber de qué humor
está. Es muy frustrante… No sé si sigue enfadado conmigo, por eso despliego mi técnica de distracción
patentada—. ¿De quién es este barco? —le pregunto.
—De un noble británico. Sir no sé qué. Su bisabuelo empezó con una tienda de comestibles. Su hija está
casada con uno de los príncipes herederos de Europa.
Oh.
—¿Inmensamente rico?
Christian de repente se muestra receloso.
—Sí.
—Como tú —murmuro.
—Sí.
Oh.
—Y como tú —susurra Christian y se mete una aceituna en la boca. Yo parpadeo rápidamente. Acaba de
venirme a la mente una imagen de él con el esmoquin y el chaleco plateado; sus ojos estaban llenos de
sinceridad al mirarme durante la ceremonia de matrimonio y decir esas palabras: «Todo lo que era mío, es
nuestro ahora». Su voz recitando los votos resuena en mi memoria con total claridad.
¿Todo mío?
—Es raro. Pasar de nada a… —Hago un gesto con la mano para abarcar la opulencia de lo que me rodea
—. A todo.
—Te acostumbrarás.
—No creo que me acostumbre nunca.
Taylor aparece en cubierta.
—Señor, tiene una llamada.
Christian frunce el ceño pero coge la BlackBerry que le está tendiendo.
—Grey —dice y se levanta de donde está sentado para quedarse de pie en la proa del barco.
Me pongo a mirar al mar y desconecto de su conversación con Ros —creo—, su número dos. Soy rica…
asquerosamente rica. Y no he hecho nada para ganar ese dinero… solo casarme con un hombre rico. Me
estremezco cuando mi mente vuelve a nuestra conversación sobre acuerdos prematrimoniales. Fue el
domingo después de su cumpleaños. Estábamos todos sentados a la mesa de la cocina, disfrutando de un
desayuno sin prisa. Elliot, Kate, Grace y yo estábamos debatiendo sobre los méritos del beicon en
comparación con los de las salchichas mientras Carrick y Christian leían el periódico del domingo…
—Mirad esto —chilla Mia poniendo su ordenador en la mesa de la cocina delante de nosotros—. Hay un
cotilleo en la página web del Seattle Nooz sobre tu compromiso, Christian.
—¿Ya? —pregunta Grace sorprendida, luego frunce los labios cuando algo claramente desagradable le
cruza por la mente.
Christian frunce el ceño.
Mia lee la columna en voz alta: «Ha llegado el rumor a la redacción de The Nooz de que al soltero más
deseado de Seattle, Christian Grey, al fin le han echado el lazo y que ya suenan campanas de boda. Pero
¿quién es la más que afortunada elegida? The Nooz está tras su pista. ¡Seguro que ya estará leyendo el
monstruoso acuerdo prematrimonial que tendrá que firmar!».
Mia suelta una risita, pero se pone seria bruscamente cuando Christian la fulmina con la mirada. Se hace el
silencio y la temperatura en la cocina de los Grey cae por debajo de cero.
¡Oh, no! ¿Un acuerdo prematrimonial? Ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Trago saliva y siento
que toda la sangre ha abandonado mi cara. ¡Tierra, trágame ahora mismo, por favor! Christian se revuelve
incómodo en su silla y yo le miro con aprensión.
—No —me dice.
—Christian… —intenta Carrick.
—No voy a discutir esto otra vez —le responde a Carrick, que me mira nervioso y abre la boca para decir
algo—. ¡Nada de acuerdos prematrimoniales! —dice Christian casi gritando y vuelve a su periódico,
enfadado, ignorando a todos los demás de la mesa. Todos me miran a mí, después a él… y por fin a cualquier
sitio que no sea a nosotros dos.
—Christian —digo en un susurro—. Firmaré lo que tú o el señor Grey queráis que firme. —Bueno,
tampoco iba a ser la primera vez que me hiciera firmar algo.
Christian levanta la vista y me mira.
—¡No! —grita.
Yo me pongo pálida una vez más.
—Es para protegerte.
—Christian, Ana… Creo que deberías discutir esto en privado —nos aconseja Grace. Mira a Carrick y a
Mia. Oh, vaya, parece que ellos también van a tener problemas…
—Ana, esto no es por ti —intenta tranquilizarme Carrick—. Y por favor, llámame Carrick.
Christian le dedica una mirada glacial a su padre con los ojos entornados y a mí se me cae el alma a los
pies. Demonios… Está furioso.
De repente, sin previo aviso, todo el mundo empieza a hablar alegremente y Mia y Kate se levantan de un
salto para recoger la mesa.
—Yo sin duda prefiero las salchichas —exclama Elliot.
Me quedo mirando mis dedos entrelazados. Mierda. Espero que los señores Grey no crean que soy una
cazafortunas. Christian extiende la mano y me agarra suavemente las dos manos con la suya.
—Para.
¿Cómo puede saber lo que estoy pensando?
—Ignora a mi padre —dice Christian con la voz tan baja que solo yo puedo oírle—. Está muy molesto por
lo de Elena. Lo que ha dicho iba dirigido a mí. Ojala mi madre hubiera mantenido la boca cerrada.
Sé que Christian todavía está resentido tras su charla de anoche con Carrick sobre Elena.
—Tiene razón, Christian. Tú eres muy rico y yo no aporto nada a este matrimonio excepto mis préstamos
para la universidad.
Christian me mira con los ojos sombríos.
—Anastasia, si me dejas te lo puedes llevar todo. Ya me has dejado una vez. Ya sé lo que se siente.
Oh, maldita sea…
—Eso no tiene nada que ver con esto —le susurro conmovida por la intensidad de sus palabras—. Pero…
puede que seas tú el que quiera dejarme. —Solo de pensarlo me pongo enferma.
Él ríe entre dientes y niega con la cabeza, indignado.
—Christian, yo puedo hacer algo excepcionalmente estúpido y tú… —Bajo la vista otra vez hacia mis
manos entrelazadas, siento una punzada de dolor y no puedo acabar la frase. Perder a Christian… Joder.
—Basta. Déjalo ya. Este tema está zanjado, Ana. No vamos a hablar de él ni un minuto más. Nada de
acuerdo prematrimonial. Ni ahora… ni nunca. —Me lanza una mirada definitiva que dice claramente
«olvídalo ahora mismo» y que consigue que me calle. Después se vuelve hacia Grace—. Mamá, ¿podemos
celebrar la boda aquí?
No ha vuelto a mencionarlo. De hecho, en cada oportunidad que tiene no deja de repetirme hasta dónde llega
su riqueza… y que también es mía. Me estremezco al recordar la locura de compras con Caroline Acton —la
asesora personal de compras de Neiman Marcus— a la que me empujó Christian para prepararme para la luna
de miel. Solo el biquini ya costó quinientos cuarenta dólares. Y es bonito, pero vamos a ver… ¡es una
cantidad de dinero ridícula por cuatro trozos de tela triangulares!
—Te acostumbrarás. —Christian interrumpe mis pensamientos cuando vuelve a ocupar su sitio.
—¿Me acostumbraré a qué?
—Al dinero —responde poniendo los ojos en blanco.
Oh, Cincuenta, tal vez con el tiempo. Empujo el platito con almendras saladas y anacardos hacia él.
—Su aperitivo, señor —digo con la cara más seria que puedo lograr, intentando incluir algo de humor en la
conversación después de mis sombríos pensamientos y la metedura de pata del biquini.
Sonríe pícaro.
—Me gustaría que el aperitivo fueras tú. —Coge una almendra y los ojos le brillan perversos mientras
disfruta de su ocurrencia. Se humedece los labios—. Bebe. Nos vamos a la cama.
¿Qué?
—Bebe —me dice y veo que se le están oscureciendo los ojos.
Oh, Dios mío. La mirada que me acaba de dedicar sería suficiente para provocar el calentamiento global
por sí sola. Cojo mi copa de gin-tonic y me la bebo de un trago sin apartar mis ojos de él. Se queda con la
boca abierta y alcanzo a ver la punta de su lengua entre los dientes. Me sonríe lascivo. En un movimiento
fluido se pone de pie y se inclina delante de mí, apoyando las manos en los brazos de la silla.
—Te voy a convertir en un ejemplo. Vamos. No vayas al baño a hacer pis —me susurra al oído.
Doy un respingo. ¿Que no vaya a hacer pis? Qué grosero. Mi subconsciente, alarmada, levanta la vista del
libro (Obras completas de Charles Dickens, volumen 1).
—No es lo que piensas. —Christian sonríe juguetón y me tiende la mano—. Confía en mí.
Está increíblemente sexy, ¿cómo podría resistirme?
—Está bien. —Le cojo la mano. La verdad es que le confiaría mi vida. ¿Qué habrá planeado? El corazón
empieza a latirme con fuerza por la anticipación.
Me lleva por la cubierta y a través de las puertas al salón principal, lleno de lujo en todos sus detalles,
después por el estrecho pasillo, cruzando el comedor y bajando por las escaleras hasta el camarote principal.
Han limpiado el camarote y hecho la cama. Es una habitación preciosa. Tiene dos ojos de buey, uno a
babor y otro a estribor, y está decorado con elegancia y gusto con muebles de madera oscura de nogal,
paredes de color crema y complementos rojos y dorados.
Christian me suelta la mano, se saca la camiseta por la cabeza y la tira a una silla. Después deja a un lado
las chanclas y se quita los pantalones y el bañador en un solo movimiento. Oh, madre mía… ¿Me voy a
cansar alguna vez de verle desnudo? Es guapísimo y todo mío. Le brilla la piel (a él también le ha cogido el
sol), y el pelo, que ahora lleva más largo, le cae sobre la frente. Soy una chica con mucha, mucha suerte.
Me coge la barbilla y tira de mi labio inferior con el pulgar para que deje de mordérmelo y después me lo
acaricia.
—Mejor así. —Se gira y camina hasta el impresionante armario en el que guarda su ropa. Saca del cajón
inferior dos pares de esposas de metal y un antifaz como los de las aerolíneas.
¡Esposas! Nunca ha usado esposas. Le echo una mirada rápida y nerviosa a la cama. ¿Dónde demonios va
a enganchar las esposas? Se vuelve y me mira fijamente con los ojos oscuros y brillantes.
—Estas pueden hacerte daño. Se clavan en la piel si tiras con demasiada fuerza —dice levantando un par
para que lo vea—. Pero tengo ganas de usarlas contigo ahora.
Vaya. Se me seca la boca.
—Toma —dice acercándose y pasándome uno de los pares—. ¿Quieres probártelas primero?
Son macizas y el metal está frío. En algún lugar de mi mente pienso que espero no tener que llevar nunca
un par de esas en la vida real.
Christian me observa atentamente.
—¿Dónde están las llaves? —Mi voz tiembla.
Abre la mano y en su palma aparece una pequeña llave metálica.
—Es la misma para los dos juegos. Bueno, de hecho, para todos los juegos.
¿Cuántos juegos tendrá? No recuerdo haber visto ninguno en la cómoda del cuarto de juegos.
Me acaricia la mejilla con el dedo índice y va bajando hasta mi boca. Se acerca como si fuera a besarme.
—¿Quieres jugar? —me dice en voz baja y toda la sangre de mi cuerpo se dirige hacia el sur cuando el
deseo empieza a desperezarse en lo más profundo de mi vientre.
—Sí —jadeo.
Él sonríe.
—Bien. —Me da un beso en la frente que es poco más que un roce—. Vamos a necesitar una palabra de
seguridad.
¿Qué?
—«Para» no nos sirve porque lo vas a decir varias veces, pero seguramente no querrás que lo haga. —Me
acaricia la nariz con la suya, el único contacto entre nosotros.
El corazón se me acelera. Mierda… ¿Cómo puede ponerme así solo con las palabras?
—Esto no va a doler. Pero va a ser intenso. Muy intenso, porque no te voy a dejar moverte. ¿Vale?
Oh, Dios mío. Eso suena excitante. Mi respiración se oye muy fuerte. Joder, ya estoy jadeando. Gracias a
Dios que estoy casada con este hombre, de lo contrario esto me resultaría muy embarazoso. Bajo la mirada y
noto su erección.
—Vale. —Apenas se oye mi voz cuando lo digo.
—Elige una palabra, Ana.
Oh…
—Una palabra de seguridad —repite en voz baja.
—Pirulí —digo jadeando.
—¿Pirulí? —pregunta divertido.
—Sí.
Sonríe y se inclina sobre mí.
—Interesante elección. Levanta los brazos.
Obedezco y Christian agarra el dobladillo de mi vestido playero, me lo quita por la cabeza y lo tira al suelo.
Extiende la mano y le devuelvo las esposas. Pone los dos juegos en la mesita de noche junto con el antifaz y
retira la colcha de la cama de un tirón, arrojándola luego al suelo.
—Vuélvete.
Me giro y me suelta la parte de arriba del biquini, que cae al suelo.
—Mañana te voy a grapar esto a la piel —murmura. Después me quita la goma del pelo para soltarlo. Me
lo agarra con una mano y tira suavemente para que dé un paso atrás hasta quedar contra su cuerpo. Contra su
pecho. Y contra su erección.
Gimo cuando me ladea la cabeza y me besa el cuello.
—Has sido muy desobediente —me dice al oído provocándome estremecimientos por todo el cuerpo.
—Sí —respondo en un susurro.
—Mmm. ¿Y qué vamos a hacer con eso?
—Aprender a vivir con ello —digo en un jadeo. Sus besos suaves y lánguidos me están volviendo loca.
Sonríe con la boca contra mi cuello.
—Ah, señora Grey. Siempre tan optimista.
Se yergue. Me divide con atención el pelo en tres mechones, me lo trenza lentamente y lo sujeta con la
goma al final. Me tira un poco de la trenza y se acerca a mi oído.
—Te voy a dar una lección —murmura.
Con un movimiento repentino me agarra de la cintura, se sienta en la cama y me tumba sobre su regazo. En
esta postura siento la presión de su erección contra mi vientre. Me da un azote en el culo, fuerte. Chillo y al
segundo siguiente estoy boca arriba en la cama y él me mira fijamente con sus ojos de un gris líquido. Estoy a
punto de empezar a arder.
—¿Sabes lo preciosa que eres? —Me roza el muslo con las puntas de los dedos de forma que me
cosquillea… todo. Sin apartar los ojos de mí, se levanta de la cama y coge los dos juegos de esposas. Me
agarra la pierna izquierda y cierra una de las esposas alrededor de mi tobillo.
¡Oh!
Me levanta la pierna derecha y repite el proceso; ahora tengo un par de esposas colgando de cada tobillo.
Sigo sin tener ni idea de dónde las va a enganchar.
—Siéntate —me ordena y yo obedezco inmediatamente—. Ahora abrázate las rodillas.
Parpadeo, subo las piernas hasta que quedan dobladas delante de mí y las rodeo con los brazos. Me coge la
barbilla y me da un beso suave y húmedo en los labios antes de ponerme el antifaz sobre los ojos. No veo
nada y solo oigo mi respiración acelerada y el agua chocando contra los costados del yate, que cabecea
suavemente en el mar.
Oh, madre mía. Estoy muy excitada… ya.
—¿Cuál es la palabra de seguridad, Anastasia?
—Pirulí.
—Bien.
Me coge la mano izquierda y cierra las esposas alrededor de la muñeca. Después repite el proceso con la
derecha. Tengo la mano izquierda esposada al tobillo izquierdo y la derecha al derecho. No puedo estirar las
piernas. Oh, maldita sea…
—Ahora —dice Christian con un jadeo— te voy a follar hasta que grites.
¿Qué? Todo el aire abandona mi cuerpo.
Me agarra los dos tobillos y me empuja hacia atrás hasta que caigo de espaldas sobre la cama. Las esposas
me obligan a mantener las piernas dobladas y me aprietan la carne si tiro de ellas. Tiene razón, se me clavan
casi hasta el punto del dolor… Me siento muy rara, atada, indefensa y en un barco. Christian me separa los
tobillos y yo suelto un gruñido.
Me besa el interior de los muslos y quiero retorcerme, pero no puedo. No tengo posibilidad de mover la
cadera. Mis pies están suspendidos en el aire. No puedo moverme.
—Tendrás que absorber todo el placer, Anastasia. No te muevas —murmura mientras sube por mi cuerpo
y me besa a lo largo de la cintura de la parte de abajo del biquini. Suelta los cordones de ambos lados y el
trocito de tela cae. Ahora estoy desnuda y a su merced. Me besa el vientre y me muerde el ombligo.
—Ah —suspiro. Esto va a ser duro… No tenía ni idea. Va subiendo con besos suaves y mordisquitos hasta
mis pechos.
—Chis… —Intenta calmarme—. Eres preciosa, Ana.
Vuelvo a gruñir de frustración. Normalmente estaría moviendo las caderas, respondiendo a su contacto con
un ritmo propio, pero no puedo moverme. Gimo y tiro de las esposas. El metal se me clava en la piel.
—¡Ah! —grito, aunque realmente no me importa.
—Me vuelves loco —me susurra—. Así que te voy a volver loca yo a ti.
Está sobre mí ahora, el peso apoyado en los codos, y centra su atención en mis pechos. Morder, chupar,
hacer rodar los pezones entre los índices y los pulgares… todo para sacarme de mis casillas. No se detiene. Es
enloquecedor. Oh. Por favor. Su erección se aprieta contra mí.
—Christian… —le suplico, y siento su sonrisa triunfante contra mi piel.
—¿Quieres que te haga correrte así? —me pregunta contra mi pezón, haciendo que se ponga aún más duro
—. Sabes que puedo. —Succiona el pezón con fuerza y yo grito porque un relámpago de placer sale de mi
pecho y va directo a mi entrepierna. Tiro indefensa de las esposas, abrumada por la sensación.
—Sí —gimoteo.
—Oh, nena, eso sería demasiado fácil.
—Oh… por favor.
—Chis.
Me araña la piel con los dientes mientras se acerca con los labios a mi boca y yo suelto un grito ahogado.
Me besa. Su hábil lengua me invade la boca saboreando, explorando, dominando, pero mi lengua responde a
su desafío retorciéndose contra la suya. Sabe a ginebra fría y a Christian Grey, que huele a mar. Me coge la
barbilla para sujetarme la cabeza.
—Quieta, nena. Quiero que estés quieta —me susurra contra la boca.
—Quiero verte.
—Oh, no, Ana. Sentirás más así. —Y de una forma agónicamente lenta flexiona la cadera y entra
parcialmente en mi interior. En otras circunstancias inclinaría la pelvis para ir a su encuentro, pero no puedo
moverme. Él sale de mí.
—¡Oh! ¡Christian, por favor!
—¿Otra vez? —me tienta con la voz ronca.
—¡Christian!
Empuja un poco para volver a entrar y se retira a la vez que me besa y sus dedos me tiran del pezón. Es
una sobrecarga de placer.
—¡No!
—¿Me deseas, Anastasia?
—Sí —gimo.
—Dímelo —murmura con la respiración trabajosa mientras vuelve a provocarme: dentro… y fuera.
—Te deseo —lloriqueo—. Por favor.
Oigo un suspiro suave junto a mi oreja.
—Y me vas a tener, Anastasia.
Se yergue sobre las rodillas y entra bruscamente en mí. Grito echando atrás la cabeza y tirando de las
esposas cuando me toca ese punto tan dulce. Soy todo sensación en todas partes; una dulce agonía, pero sigo
sin poder moverme. Se queda quieto y después hace un círculo con la cadera. Su movimiento se expande por
todo mi interior.
—¿Por qué me desafías, Ana?
—Christian, para…
Vuelve a hacer ese círculo en mi interior, ignorando mi súplica, y luego sale muy despacio para volver a
entrar con brusquedad.
—Dime por qué. —Habla con dificultad y me doy cuenta vagamente de que es porque tiene los dientes
apretados.
Solo me sale un quejido incoherente… Esto es demasiado.
—Dímelo.
—Christian…
—Ana, necesito saberlo.
Vuelve a dar una embestida brusca, hundiéndose profundamente. La sensación es tan intensa… Me
envuelve, forma espirales en mi interior, en el vientre, en cada una de las extremidades y en los sitios donde
se me clavan las esposas.
—¡No lo sé! —chillo—. ¡Porque puedo! ¡Porque te quiero! Por favor, Christian.
Gruñe con fuerza y se hunde profundamente, una y otra vez, y otra y otra, y yo me pierdo intentando
absorber el placer. Es para perder la cabeza… y el cuerpo… Quiero estirar las piernas para controlar el
inminente orgasmo pero no puedo. Estoy indefensa. Soy suya, solo suya para que haga conmigo lo que él
quiera… Se me llenan los ojos de lágrimas. Es demasiado intenso. No puedo pararle. No quiero pararle…
Quiero… Quiero… Oh, no, oh, no… es demasiado…
—Eso es —dice Christian—. ¡Siéntelo, nena!
Estallo a su alrededor, una y otra vez, sin parar, chillando a todo pulmón cuando el orgasmo me parte por
la mitad y me quema como un incendio que lo consume todo. Estoy retorcida de una forma extraña, me caen
lágrimas por la cara y siento que mi cuerpo late y se estremece.
Noto que Christian se arrodilla, todavía dentro de mí, y me incorpora sobre su regazo. Me agarra la cabeza
con una mano y la espalda con la otra y se corre con violencia en mi interior. Mi cuerpo todavía sigue
temblando por las últimas convulsiones. Es demoledor, agotador, es el infierno… y el cielo a la vez. Es el
hedonismo elevado a la enésima potencia.
Christian me arranca el antifaz y me besa. Me da besos en los ojos, en la nariz, en las mejillas. Me enjuga
las lágrimas con besos y me coge la cara entre las manos.
—Te quiero, señora Grey —dice jadeando—. Aunque me pongas hecho una furia, me siento tan vivo
contigo… —No tengo energía suficiente para abrir los ojos o la boca para responder. Con mucho cuidado me
tumba en la cama y sale de mí.
Intento protestar pero no puedo. Se baja de la cama y me suelta las esposas. Cuando me libera, me masajea
las muñecas y los tobillos y después se tumba a mi lado otra vez, arropándome entre sus brazos. Estiro las
piernas. Oh, Dios mío. Qué gusto. Qué bien me siento. Ese ha sido, sin duda, el orgasmo más intenso que he
experimentado en mi vida. Mmm… Así es un polvo de castigo de Christian Grey… Cincuenta Sombras.
Tengo que portarme mal más a menudo.
Una necesidad imperiosa de mi vejiga me despierta. Al abrir los ojos me siento desorientada. Fuera está
oscuro. ¿Dónde estoy? ¿En Londres? ¿En París? No… en el barco. Noto el cabeceo y oigo el ronroneo suave
de los motores. Nos estamos moviendo. ¡Qué raro! Christian está a mi lado, trabajando en su portátil, vestido
informal con una camisa blanca de lino y unos pantalones chinos y descalzo. Todavía tiene el pelo húmedo y
huelo el jabón de la ducha reciente en su cuerpo y el olor a Christian… Mmm.
—Hola —susurra mirándome con ojos tiernos.
—Hola —le sonrió sintiéndome tímida de repente—. ¿Cuánto tiempo llevo dormida?
—Una hora más o menos.
—¿Nos movemos?
—He pensado que como ayer salimos a cenar y fuimos al ballet y al casino, esta noche podíamos cenar a
bordo. Una noche tranquila à deux.
Le sonrío.
—¿Y adónde vamos?
—A Cannes.
—Vale. —Me estiro porque me siento entumecida. Por mucho que me haya entrenado con Claude, nada
podía haberme preparado para lo de esta tarde.
Me levanto porque necesito ir al baño. Cojo mi bata de seda y me la pongo apresuradamente. ¿Por qué me
siento tan tímida? Siento sus ojos sobre mí. Le miro, pero él vuelve a su ordenador con el ceño fruncido.
Mientras me lavo las manos distraídamente en el lavabo recordando la velada en el casino, se me abre la
bata. Me quedo mirándome en el espejo, alucinada.
Dios Santo, pero ¿qué me ha hecho?